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BERGOGLIO II

Un árbitro atrapado en el purgatorio

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El definitivo lamento que, más allá de sus curiosos vaivenes, “el episodio Scholas” ha venido a provocar en muchos compatriotas que hasta ahora admiraban al Papa, no debería erradicar de la consideración pública el hecho de que las perlas de una carrera como la de Jorge Bergoglio no se pueden omitir en honor a un jacobinismo pasajero.
Dicho esto, la hora exige definiciones claras. Bergoglio ha emprendido, como arzobispo de Buenos Aires, una tarea espectacular por su lucha contra el trabajo esclavo y contra la trata de personas, por sus conmovedoras homilías, por su implacable oposición al menemismo primero y al kirchnerismo después, por la coherencia de un magisterio austero y siempre cercano a los más humildes y por su apertura interreligiosa, tres elementos que lo alejaron de un ala de la Iglesia Católica argentina conservadora, ostentosa y antidemocrática.
Las pasiones políticas que han animado al religioso son por todos conocidas. Y, así como resultaron ejemplares cuando era arzobispo, como cuando apoyó el exitoso intento electoral del obispo jesuita Joaquín Piña por frenar desde Misiones el proyecto de reelección indefinida prohijado por Néstor Kirchner, muchas veces resultaron desconcertantes, y otras, penosas, cuando las ha tomado como obispo de Roma. No me refiero a la influencia que como jefe del Estado Vaticano ha ejercido para luchar, en el interior, contra la pedofilia, los lujos obscenos de la curia y la corrupción del depuesto Tarcisio Bertone; y, en el exterior, para evitar la guerra en Siria, tender puentes históricos entre Cuba y Estados Unidos o escribir encíclicas y exhortaciones apostólicas obligatorias tanto por su coraje como por su profundidad para abordar temas tan diversos como el cuidado del medio ambiente o la ineficacia de la teoría del derrame.
Porque por simpático que nos parezca que Francisco se haya inmiscuido en la vida cotidiana de una provincia argentina para pisotear políticamente a Aníbal Fernández, el riesgo de lo que podríamos llamar las “sanas injerencias” es, precisamente, el de las “injerencias perniciosas”.
Sinteticemos: todas las injerencias de un jefe de Estado sobre la vida política y social de otro Estado son inaceptables. Máxime cuando, más que a San Francisco de Asís, la misma persona que es capaz de luchar contra el antisemitismo clerical y contra los prejuicios de quienes se oponen  a que los divorciados vueltos a casar reciban la Eucaristía, se parece a una versión anacrónica y caricaturesca de un Juan Domingo Perón obsesionado por pequeñeces partidarias.
¿De qué otro modo puede explicarse que el Pontífice reciba tan fríamente al presidente Macri, muestre una misericordia que bordea el cinismo hacia Hebe de Bonafini, Guillermo Moreno y Omar Suárez, aconseje explícitamente a jueces federales, nombre en un prestigioso cargo a Juan Grabois y tenga como vocero a Gustavo Vera, quien no sólo olvida condenar a Fernando Pocino cuando ataca a Antonio Stiuso sino que también recuerda, respecto al “episodio Scholas”, que Francisco no es “un puntero de Berazategui” y que “lo que él espera del Gobierno es lo que dijo el cardenal Poli en el Tedeum: una mesa de diálogo”?
Quizá a Cambiemos le vendría mejor responder a este tipo de episodios con la inteligencia y el profesionalismo de la canciller, más que con la torpe superficialidad del jefe de gabinete. Pero al Papa le vendría bien que no lo defendieran personajes como Kicillof, Esteche y D’Elía y que desde su entorno íntimo no hubiera tantas señales tendientes a desestabilizar simbólicamente al Presidente, quien no puede actuar como un “amado líder”, violar la laicidad del Estado ni dejarse adoctrinar por un pastor que, aunque escriba mil cartas audaces para desligarse de los focos de antipatía popular, ama los mundanos rituales de la seducción y la ambigüedad.

*Escritor.

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