COLUMNISTAS

Un arte verdaderamente puro

Vacilamos frente a la palabra dandi. No sabemos si se escribe dandy, no estamos seguros si aplicarla, por ejemplo, al editor de un suplemento cultural que está siempre al día en materia de ropa, restaurantes y gimnasios. O al novelista cínico que se ríe de todo pero trata de asustar a las buenas conciencias proclamando su admiración por Lorenzo Miguel.

Quintin150
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Vacilamos frente a la palabra dandi. No sabemos si se escribe dandy, no estamos seguros si aplicarla, por ejemplo, al editor de un suplemento cultural que está siempre al día en materia de ropa, restaurantes y gimnasios. O al novelista cínico que se ríe de todo pero trata de asustar a las buenas conciencias proclamando su admiración por Lorenzo Miguel. Después de Baudelaire somos todos un poco dandis, sabemos que el arte es artificio y que debe ser completamente inútil para la sociedad. Más aún, después de Warhol terminamos de entender que la obra máxima de un artista es la producción de su propio cuerpo, de su propia persona como artista.

En 1844, Jules Amédée Barbey D’Aurevilly publicó un librito que se ha traducido como Del Dandismo y de George Brummell aunque, en castellano, el dandismo debería escribirse con minúscula, a menos que se lo considere más importante que el hegelianismo o el alcoholismo. George Bryan Brummell (a) “Beau” fue el primer dandi. Nació en 1778 en Inglaterra, hijo del secretario de un lord del que heredó un poco de dinero y una posición apenas superior a la chusma. Pero desde allí, un poco como el protagonista del tango Dandy (Irusta, Fugazot y Demare, 1928), que era apenas un niño bien pero se creía un gran bacán, se elevó hacia el lugar de árbitro de la moda y referente máximo de la elegancia londinense. Desde 1793 hasta 1815 la palabra de Brummell, que pasaba cinco horas vistiéndose, era ley entre la aristocracia y su compañía un privilegio buscado por la más alta nobleza, al punto que ninguna fiesta se consideraba un éxito si no contaba con su presencia. No hay que pensar en Brummell como en un figurín que lucía un traje llamativo cada día. Su estilo era la sobriedad misma y no intentaba destacarse por la ostentación sino por la exquisitez de sus modales. Su poder provenía más bien de su arrogancia y del talento para el sarcasmo y la impertinencia: era capaz de tratar al futuro rey de obeso y llamarlo con el mismo sobrenombre con el que se conocía a uno de sus lacayos. Desplantes como ese y enormes deudas de juego ocasionaron finalmente su caída. En 1916 huyó de Londres y se radicó en Caen, donde murió en la miseria en 1840.

Refinado observador, Barbey se dio cuenta de que un personaje como Brummell se hace incomprensible con el correr de los años, que su gracia dependía de la época y del idioma, de ciertos giros del inglés y de cierta resistencia de la sociedad británica a un puritanismo oficial que Brummell venía a desafiar a su manera. Pero también advirtió que el dandi original superaría a sus herederos por una razón paradójica: no era un artista, al menos, en el sentido convencional. No era un dandi poeta ni un dandi fotógrafo: era un dandi puro y su arte era él y sólo él. Su vanidad era también pura, una vanidad generosa por así decirlo, una vanidad incontaminada: no era un instrumento para conquistar amores, riqueza, reconocimiento o poder. “Sus triunfos”, dice Barbey, “tuvieron la insolencia del desinterés” y su particular forma de aristocracia espiritual aventaja a la de sus sucesores, cuyo dandismo estará asociado a la búsqueda de un beneficio, aunque más no sea el de ser recordados por la posteridad. Brummell, en cambio, estaba intrínsecamente destinado al olvido.

El libro forma parte de las Selecciones de Amadeo Mandarino, colección que se proclama parte del Holding Amadeo Mandarino INC., con sedes en Acha, París y Londres. La broma prueba que también hay dandis entre los editores. Mandarino INC. no se preocupa por incluir la fecha de publicación. Tampoco figura el ISBN ni el código de barras, lo que impide seguramente su distribución en muchas librerías. Sin embargo, tiene un subsidio de la Embajada de Francia. Brummell lo hubiera aprobado: para un verdadero dandi, hacerse mantener no es pecado, pero vender mucho es propio de seres inferiores.