Primero: más temprano que tarde, Martín Redrado se va del Banco Central (aunque el proceso judicial se llevará buena parte de febrero). Aun con razón, nadie de la política se compromete a defenderlo. Es rubio, blanco, economista de los 90, aceptado por los mercados, filoliberal. Por lo tanto, nadie arriesga una pestaña por él, hacerlo sería políticamente incorrecto. Se marchará, sin embargo, con reputación profesional, la que estuvo a punto de perder por servir a los Kirchner, a quienes salvó quizás de un gigantesco y carísimo error.
Segundo: con maquillaje o lavado, el decreto de las reservas merecerá una revisión. Parece inaudito que permanezca tamaño engendro jurídico. Sólo Nestor Kirchner y su esposa parecen sostenerlo, hasta los más cercanos reconocen la insolvencia. Protege el dúo una cuestión de forma más que de fondo. Su problema: ¿de qué modo cantar la humillante palinodia en público?, retractarse sin confesar que se retractan.
Final probable, país manchado, un bazar de vanidades y, lo que es peor, de calamidades seriales (para utilizar la jerga de algún consejero periodístico del santacruceño). Ahora, habrá que repasar la historia de la que restan aún varios capítulos y sin un epílogo entusiasta.
No mira el Gobierno más allá de su nariz. Tal vez, no mira siquiera su nariz. Sólo así se explica haber emporcado desde la Presidencia el proceso económico que garantizaba –según cualquier estudio privado– un crecimiento del 6 al 7% en este primer trimestre del año. Milagro estadístico que se ampara en una recuperación mínima –luego, esos niveles descenderán en el resto del año– y por rebote frente a la pésima performance del mismo ciclo durante el año pasado. Se dañó la mandataria a sí misma, casi un ejercicio de regocijado masoquismo, por la obstinada y perdida controversia sobre las reservas y el enfrentamiento ridículo con Martín Redrado. Un disparate sin fin, por ahora, que revela la obsesión por no retroceder ante el error, cuando esa acción es obligatoria para observar el cuadro con una perspectiva más natural; insistir en tener los ojos pegados al cuadro distorsiona la imagen, suele verse lo que no es. Así, la pareja ha vivido los últimos l5 días.
Pues si era clave que el BCRA aplicara el cuestionable decreto de transferencia de reservas y ese solo acto hiciera renunciar a Redrado, fracasaron al emplear el camino de la urgencia absoluta y arbitraria. En lugar de presionar a cuanto rubro social existe (medios, Justicia, legisladores, funcionarios), dejando o prohijando penosas intimidaciones para demandar ipso facto la ejecución de esa medida, como si fuera la operación urgente del “llame ya” para comprar objetos generalmente inútiles, a los Kirchner les bastaba con haber aguardado unos diez días y, sin conflictos, hubiera impuesto esa decisión dentro del Banco Central: como se sabe, allí Redrado está en minoría en el directorio y, cada quincena, está obligado a convocarlo. Por lo tanto, ese cuerpo hubiese procedido a satisfacer al matrimonio y se habría evitado el escándalo fangoso que arrastra el país desde que el titular del BCRA se atrevió a plantarse frente al Gobierno. Eso sí: hubieran tomado una medida lesiva contra el país. Quizás los favoreció en la suma no dar un paso atrás para que nadie sospeche que Kirchner ha perdido poder; esa obsecación se combina, además, con la exigencia imberbe de lo inmediato, del capricho perentorio por poseer lo que se quiere como la golosina para un niño, casi imaginando que el mundo se fuera a acabar en cualquier momento para ellos. Lo que tal vez exprese un deseo.
Todo arranca, como se sabe, con la improvisación del primer DNU sobre el Fondo del Bicentenario, una chambonada jurídica –calificación de esta columna la semana pasada– que dibujó Carlos Zanini con la inspiración económica de los “todo servicio” Chodos y Pesoa, a pedido obvio de Néstor Kirchner. El mismo secretario Legal y Técnico que se arroga conocimientos superiores de periodismo, lo que lo faculta para no hablar con los periodistas –lástima que esos consejos no les rinden a sus empresarios amigos convertidos en zares de medios, fracasados por supuesto–, quien siempre le hizo los trajes a la medida demandada por el patrón, igual que procedía en Santa Cruz. Salvo que la Argentina todavía no es Santa Cruz, aunque a veces lo parece. De esa incompetencia, por ejemplo, provino el último embargo (lo dice el propio juez Griesa en sus consideraciones).
Fue Redrado quien advirtió el mamarracho: algun especialista le advirtió que podía ir preso si consentía la transferencia de reservas al Estado (malversación entre otras lindezas), que le impondrían una multa extravagante, al tiempo que facilitaría el reclamo de los acreedores externos. Además, lo que no es menor, fabricaría inflación porque el DNU perseguía disponer de fondos no sólo para pagar deuda, sino para cubrir los excesos del gasto público (al hombre del BCRA se le podía antojar que, en su arrojada negativa, el país podía adquirir la misma imagen que hoy brinda la provincia santacruceña, administrada por Internet por la pareja oficial: a pesar de haber contado con reservas únicas, hoy está en bancarrota). Se plantó entonces Redrado porque simplemente no atendieron sus angustias y miedos personales (las de un hombre aislado y sin demasiados amigos), sabiendo el ermitaño que sólo los Kirchner parecen gozar de complacencia judicial (no los Jaime, por ejemplo y por ahora, tanto que hasta De Vido y Larcher decidieron llamar a un experto en salvar denuncias como Roberto Dromi para que los asesore ante el vendaval futuro). Le llovieron amenazas que no denunció (hasta nefastamente aludiendo a sus hijos), le prometieron castigos en la tierra y en el cielo, trataron de removerlo con esa Justicia mayoritaria y dócil que dispone el kirchnerismo (hasta hicieron trabajar en sábado a una Cámara, que viene a ser algo así como si el gerente de un banco pudiera recibir depósitos en ventanilla un día no laborable), sin advertir que una magistrada sin figuración ni enlistada en la vasta nómina de jueces y fiscales “apretables”, por primera vez, desde que están en el Gobierno, decidió cruzarlos. Mujer, además, de las que gastan sólo lo que ganan en su trabajo (además de amedrentarla infantilmente, la acusaron de que actuaba con rapidez inusual, como si Oyarbide no hubiera marcado menos de diez segundos para los cien metros para resolver el escándalo del enriquecimiento ilícito presidencial). Tanto estupor y furia desató María José Sarmiento en la Casa Rosada, que la reacción del dúo se asemejó a la de Maradona cuando lo sorprendieron cargado de efedrina en el Mundial de Fútbol: culpó al que pasaba por la puerta, a Blatter, a Havelange, a Pelé, a los hijos de Pelé, reconocidos o por reconocer. Penoso espectáculo, con la Presidenta diciendo que ella es más argentina que todos los argentinos.
Lo de Redrado tambien sirvió como renovador de sangre a una inactiva oposición, ya condenada al limbo veraniego, ignorante –como corresponde– de los riesgos que suponía el decreto de Zanini. Como si no lo hubieran leído. Tras Redrado, se despabiló luego el PRO, martillaron algunos disidentes del peronismo, la izquierda –haciéndose la señal de cruz por estar del lado del golden boy– y hasta el radicalismo –siempre precavido ante desastres que no se producen– hizo propuestas de concordia (vía la entente Cobos-Pesce-Baglini-Jesús Rodríguez y la otra de Alfonsín-Brodersohn) para encontrarle una revisión al decreto de las reservas. Y, de paso, ese ejercicio podía suponer que algún dinero pasara a las provincias –sólo así se entienden los contubernios parlamentarios– y que éstas, claro, lograran después cierta paz económica y alguna autonomía. Se habló con Zanini, Pichetto, Pampurro, Aníbal Fernández, Rossi y Fellner, hombres de transacción cuando amenaza el peligro, inclinados por una solución alternativa que los sacara del barro –el pacto implicaba la cabeza de Redrado, quien es un plazo fijo, ya que a todos los ruboriza defenderlo, iniciativa que se estrelló, con algunos cristales rotos, cuando la llevaron de regreso a Olivos. Este equipo no negocia, dijo el tándem presidencial, igual que en la l25, los Kirchner se hicieron de Alem, prefieren romperse a doblarse. Como si se rompieran ellos solos.
Después, llegó el embargo de Griesa (otro novelón escandaloso a continuar), fundado en las propias pavadas lanzadas desde el Gobierno (en buena parte encabezadas por Fernández, naturalmente). Como hay riesgo de grave punición, la resaca despertó discrepancias internas y la más desatada fue la de Amado Boudou con el propio Zanini. Al novel ministro le cargan la responsabilidad del fracaso, justo cuando no se lo vio idóneo en una patética conferencia de prensa, mostrándose como el chico de los mandados de los Kirchner, inclusive llegando a la deslealtad personal de denunciar a Redrado como abogado de los fondos buitres. Al mismo con el que compartió veraneos de adolescente, con quien mantuvo amistad y con el que se comunicaba ahora con celulares propios y reservados para que nadie del Gobierno –como es costumbre en la Argentina– los escuchara. No es nueva su actitud. Ya el intendente de Tigre, Massa, puede dar testimonio de esas flojeras infieles de Boudou (recordar que cuando era su segundo, lo pasó con la cuestión de los fondos del ANSES, y que él se enteró un rato antes en una confitería de la Recoleta). Nada dirá Massa por precaución, pero goza esperando el desenlace.
Si le caen a Boudou, y se cae el ministro, Néstor y Zanini se lavan las manos del decreto; es comprensible que a Boudou esa posibilidad no lo deslumbre: se puso en guardia, sabe que todos sus compañeros de gabinete saben que a él no le corresponde la autoría, pero han empezado a rociarlo con diferentes versiones, empezando por su frivolidad, tanto que hasta le achacan la compra en enormes cuotas de un fastuoso reloj, de fabricación exclusiva, casi único en el mundo y de subido valor. Nadie sabe si elementos de esa calaña servirán para echarlo, pero sí lo esmerilan. Otra belleza de la crisis.
A no inquietarse, febrero seguirá con este desencuentro mientras Gobierno y oposición juran que todo lo hacen por la patria.