Los festejos del Bicentenario movilizaron a mucha gente que acudió a los espectáculos, despertaron entusiasmo, a no pocas personas las conmovieron. Para no perder el sello distintivo del país que está cumpliendo dos siglos, los actos protocolares estuvieron también teñidos de la conflictividad pequeña, de la característica incapacidad de la dirigencia política para superar rencillas circunstanciales. En el espíritu de la inmensa mayoría de esas personas había un móvil, una voluntad de celebrar algo que en el habla cotidiana se llama “patria”, un deseo de manifestar la identificación con un todo por encima de las múltiples divisiones que nadie deja de reconocer al interior de ese todo. Las encuestas de opinión marcan, en otro plano, ese hecho: una opinión pública que demanda mayoritariamente diálogo, consenso y cooperación, una dirigencia que no puede encontrar una fórmula para lograrlo. Así nació nuestro país hace doscientos años: a la revolución le sucedieron luchas, guerras internas y divisiones incesantes.
Pero eso no es seguramente lo decisivo en el significado de este Bicentenario. Se trata, claro, de un aniversario; se celebra el segundo centenario de la proclamación de la libertad del Virreinato del Río de la Plata, la conformación del primer gobierno criollo. Es, propiamente dicho, el día del nacimiento del país. En los cumpleaños, cada ser humano suele repasar los hechos de su vida y, además, cada uno suele brindar con otros, soplar velas, recibir regalos y felicitaciones. Aquí se celebró algo similar, dos siglos de un hecho que todas las naciones de América latina reconocen como un momento fundacional.
También es cierto que, a partir de aquel día del que se cumplen ahora doscientos años, costó mucho, muchísimo, que esto que es hoy la Argentina acabase identificándose a sí misma como un país único con un proyecto común, con una identidad definida. Pero, finalmente, hace unos ciento cincuenta años, el anhelo de los protagonistas de aquel 25 de mayo se vio materializado. Se organizó un país, plagado de virtudes y de defectos, y ese país no solamente se organizó, además fue capaz de crecer económicamente, de atraer inversiones y acoger y generar espíritu emprendedor, y de convertirse en una tierra abierta a millones de personas provenientes de otros lugares del mundo. Y, a la vez, a ese país le costó adquirir una identidad suficientemente amalgamada.
Lo cierto es que hay mucho para celebrar y también hay mucho para reflexionar. La Argentina del Bicentenario, como cuerpo político y como organización social y productiva, no es modelo de nada, aunque por sobrados motivos sea celebrada por los otros y se celebre a sí misma. Es una nación que declina desde hace más de medio siglo en casi todos los indicadores concebibles, en lo económico, en lo social, en lo educativo. Está muy bien celebrar dos siglos de vida. Pero, al mismo tiempo, en ese plano no hay mucho lugar para el regocijo. Seriamente considerado, el Bicentenario debería ser aprovechado como un momento para la reflexión constructiva.
Hay lugar para un brindis genuino, como el que compartieron miles de personas en las calles y jefes de naciones hermanas en las ceremonias. El brindis debería ser por un futuro distinto, lo cual conlleva un compromiso para actuar de otra manera. El brindis por un país distinto, el llamado al compromiso, debería ante todo ser compartido con los dirigentes de la vida pública del país, quienes tienen en sus manos proponer a la sociedad enfoques y estrategias conducentes, quienes deberían buscar afanosamente consensos básicos, quienes deberían sentirse imbuidos de algún mandato de sus dirigidos.
Hay también razones para un brindis menos autocrítico. Porque en este país que, como conjunto, declina, algo extraordinario sucede al mismo tiempo, algo que despierta en nosotros, los argentinos, un orgullo de pertenecer –aunque no podamos definir demasiado bien qué es esto a lo que pertenecemos–. Algo que produce una calidad de la vida cotidiana apreciada tanto por los argentinos como por los extranjeros, una capacidad de enfrentar los problemas y superarlos, una manera argentina de sobrellevar la vida que agrega un valor para contrabalancear a la manera argentina de destruir colectivamente las potencialidades del país. Deberíamos celebrar, entonces, también el Bicentenario de un país que se construyó espontáneamente, mediante la agregación del esfuerzo, la creatividad, el espíritu emprendedor, el trabajo y las costumbres de los millones de seres humanos que formaron y formamos parte de él a lo largo de sus dos siglos de vida.
Seguramente también por eso, muchos deben haber brindado el 25 de mayo.
*Rector de la Universidad Torcuato Di Tella.