“No comprendo para qué es necesario calumniar. Si se quiere perjudicar a alguien lo único que hace falta es decir de él alguna verdad”
Friedrich Nietzsche (1844-1900); de sus “Fragmentos póstumos” (escrito en 1883, Volumen III).
¿Sobre qué está construido Singapur?, solía preguntarse Lee Kuan Yew, jurista diplomado en Cambridge, líder del proceso independentista contra la dominación británica, 31 años primer ministro y asesor clave del gobierno de su hijo Lee Hsien Loong hasta su muerte, en 2015. Y así respondía: “Sobre 700 kilómetros cuadrados y un montón de ideas inteligentes que hasta ahora han funcionado, pero bien podrían irse a pique si no las cuidamos”.
Mal no le fue. De la nada construyó una de las rentas per cápita más altas del mundo –unos 60 mil dólares–, ubicó al país en la elite financiera internacional y lo convirtió en un centro de excelencia logística. Esta isla sin riqueza que, como Cenicienta, logró que el mágico zapato de cristal calzara en su pie, fue el rival débil y sin equivalencias que avergonzó a la poderosa Selección Argentina. No era partido.
Jorge Saint Paoli transmite su idea de juego a fuerza de ensayo y error. Mientras Singapur no llegaba ni al nivel de digno partenaire, Sebastián Beccacece, su ayudante, se desgañitaba al lado de la línea para darle una instrucción al único futbolista del planeta que no suele recibirlas: Lio Messi.
Con similar obsesión, detallismo y dedicación, la dinastía Lee gobierna con mano dura. Atentos, vigilantes y castigadores, diría Foucault. Controlan el 90% del Parlamento, no toleran críticas de la prensa, están prohibidas las manifestaciones, la homosexualidad y hasta pueden ser penados quienes tiren un papelito en la vía pública. Glup.
“En Occidente se valora la libertad del individuo. Pero como asiático con raíces chinas, mi valor es un buen gobierno, honesto, efectivo y eficiente”, aclaraba sin filtro el prócer Kuan Yew. Libertad bajas calorías más ajuste de costos, salarios incluidos. ¿Alguna alegría? Sí, los números que cierran con o sin la gente; y la leyenda del “beso de Singapur”, también conocido como pompoir o kabazza, técnica de malabarismo genital que garantiza, juran sus fans, un “orgásmico épico”. Epa. No todo es fútbol en la vida, muchachos.
Antes que alguno se enamore del sistema y se le ocurra importarlo, el equipo de Saint Paoli les hizo media docena –que podrían haber sido 8 o 12– rescatando un sistema que cumplió cien años: la pirámide invertida que usaba el mítico Alumni. Un 2-3-5 todos arriba y los de abajo desprotegidos, obligados a la heroica. Cualquier parecido con la realidad es coincidencia. O casi.
Antes que esta fecha aclare el camino al campeonato, estalló una feroz interna entre históricos de Boca. Que son y no son los mismos de la célebre foto de 1998: un Riquelme pre Enganche Melancólico, mirada de nene triste, el 10 en la camiseta azul y amarilla por mitades, y el alcanza pelotas que en All Boys era Martínez y en Boca Tevez, pelo enrulado, dientes como un juego de dados recién tirados, pantalones demasiado grandes para sus piernas cortas.
El brazo del más chico se estira hasta alcanzar el hombro del otro, que se deja abrazar. El click los sorprende con gesto neutro, sin emoción. El orgullo será del más chico, que no sabe pero pronto será crack, juntará millones y será “el jugador del pueblo”.
Riquelme desarrollará un estilo único, cerebral, capaz de robarle uno o dos segundos al tiempo. Su destino europeo fue ideal: el Barça. Pero Louis Van Gaal, su técnico en 2002, no lo quería. “Mucho gusto, pero quiero decirle que yo no lo pedí”, se presentó, sincero y brutal. “Me frena el equipo”, explicó en el club, en defensa de su fe vertical. Le trajeron a uno que no era media punta ni tenía explosión para la banda. Gran cabreo.
Alternó con suerte diversa y se fue al Villarreal. Tuvo suerte: el ingeniero Pellegrini armó un equipo a su alrededor, la única manera de aprovecharlo en un medio donde su puesto, directamente, no existía. Funcionó bárbaro hasta que sucedió algo que se repetiría durante toda su carrera: pelea con el presidente, un tiempo sin jugar, y el regreso a “el patio de mi casa”. La Bombonera.
Cuando debutó Tevez yo vivía en Madrid y no entendía de qué jugaba, un misterio que jamás pude resolver. Fue el 9 perfecto de Bielsa en los Juegos Olímpicos de Atenas, segunda punta en los dos Manchester y la Juventus, nueve y medio –ni punta ni enganche–, en su fugaz, tortuoso paso por Defensores de Macri.
Riquelme sabe cómo manejar su poder. Lo hizo en la cancha y lo hace afuera, con más astucia que muchos políticos. Tevez juega y se maneja igual, a pura pasión, sin medir riesgos ni consecuencias. Pelea banal. Odio de egos. Imposible convivencia entre dos stars al Bette Davis & Jane Crawford style. El Enganche Melancólico se divertía mientras torturaba al ex alcanzapelotas.
“Me enorgullece haber ganado todo sin tener que chuparle el culo a nadie”, deslizó sin anestesia cuando Tevez apoyó la reelección de Danyel Angel Easy, el que lo trajo de nuevo al club. Antes, lo había ninguneado en medio del festejo por título y Copa Argentina. “Una Libertadores vale por diez torneos locales”, tomó distancia, con desdén. Después de la catástrofe con Independiente del Valle volvió a la carga: “Me da mucha vergüenza cómo eliminaron a Boca de la Copa” Ay.
Tevez se cobró la vieja cuenta desde Shanghai, su exilio doradísimo. “Me banqué un año y medio de Riquelme hablando mal de mí y de mis ex compañeros, elogiando a River. Como ídolo lo respeto, pero creo que no le hace bien al club”, explotó. No hubo respuesta.
Los dos se escaparon más de una vez. Pero uno parece inmune a todo y el otro sufre, o huye hacia adelante. Fatal combinación.
La misma película que vimos y seguiremos viendo, parece, en estas pampas de eterna crisis.