El fútbol argentino entrega campeones cada vez más difíciles de identificar. Uno sabía, por ejemplo, cuál era el estilo que tenían el River de Passarella, el Vélez o el Boca de Bianchi, el Independiente de Brindisi o el River del Pelado Díaz. Sabía qué podía esperar, se le exigía de acuerdo a la presencia de Ramón Díaz, Chilavert, Francescoli o Riquelme. De Navarro Montoya, el Beto Márcico, el Muñeco Gallardo, Ortega, Gustavo López o el Mago Capria. Había apellidos pesados, porque esa fue, precisamante, la última etapa de jugadores muy vinculados a una camiseta.
Ahora, Boca es el único club que todavía preserva esta cuestión de continuidad, de identificación y de hacedores de un proyecto. Es mentira que es odioso comparar. River no tiene un hilo conductor, sus ex jugadores no regresan tan fácilmente. El único riverplatense que podía levantar una bandera cargada de gloria millonaria en el campeón del Clausura ’08 era Ariel Ortega. Y sus problemas personales lo eyectaron del plantel que, entonces, conducía Diego Simeone. Esto de renovar el plantel todo el tiempo dejó a River sin los símbolos que en los 90 representaban tipos como Astrada, Hernán Díaz, Berti o Enzo.
Boca, en cambio, tiene denominadores comunes en sus logros. Este campeón del Apertura 2008 estuvo lejos de ser brillante. Más bien, es un opaco campeón. Pero tuvo un gran mérito: se sobrepuso a situaciones negativas inesperadas y tuvo que jugar el tramo decisivo con una gran cantidad de juveniles.
Pero tiene una impronta aún más profunda: los jugadores de Boca tienen sentido de pertenencia. No es casual que Ibarra, Riquelme, Battaglia y Palermo sigan en el equipo, entremezclados con Viatri, Roncaglia, Forlín, Noir, Chávez, Mouche y Javier García. Tampoco parece obra de la providencia que Palermo –un histórico y verdadero líder del grupo– vaya a sentarse en una incómoda platea, en dos días de calor desértico, a sufrir como una madre viendo a sus compañeros. Martín sabe que no es lo mismo que él esté a que no. Es totalmente consciente de lo que significa su presencia. Lo mismo se puede decir de Riquelme en el encuentro decisivo contra Tigre del martes. Román está muy cerca de algunos chicos, los cobija bajo su ala protectora. Que es muy amplia, dicho sea de paso. Uno de esos pibes es Javier García. Imaginen si el arquero se hubiese tragado el gol de Tigre como se lo tragó y que Riquelme hubiera estado cómodamente instalado en su casa. Tal vez hubiera sido irremontable para García. Pero la caricia y el consuelo de Riquelme le devolvieron espíritu. Román estaba en la misma platea que Palermo, no delegó completamente las responsabilidades que la injusta amarilla del partido con San Lorenzo le impidió cumplir. Fue y puso la cara. No estuvo “con” Palermo, pero sí “cerca de” Palermo. Lo principal era salir campeón.
Es sabido que Palermo y Riquelme –como alguna vez Navarro Montoya y Márcico– se disputan parcelas de poder. Es todo muy diplomático, muy educado. Tanto, que cuando Julio César Cáceres le abrió una ventanita a la crisis interna, Riquelme lo maltrató en televisión y el resto no abrió la boca. Hubo quienes estaban muy felices de que Cáceres contara cosas de Riquelme. Pero jamás lo dijeron públicamente.
Riquelme no es el mejor líder que uno pueda tener y Palermo parece ser el que reúne la mayor cantidad de afiliados, pero la expeditiva desactivación de la bomba que Cáceres le tiró, el haber jugado casi siempre –aun en condiciones físicas precarias– y ser determinante en todos los casos (su actuación en el superclásico fue impresionante) ubicaron a Riquelme en una posición favorable respecto de los jugadores más jóvenes. Hay una interna ahora disimulada por el título, hay jugadores importantes que apenas se miran, hay otros que casi no se hablan. Pero, justamente, por tener tipos cargados de gloria que instalaron ciertas conductas grupales, eso no interesa. Ahora hay que salir y ganarle a San Lorenzo, hay que salir y ganarle a Tigre, dar la vuelta olímpica e irnos a casa a festejar la Navidad. El Negro Ibarra y Sebastián Battaglia son tipos que tiran para adelante a partir de este imaginario decálogo de derechos y obligaciones.
Los derechos ya los conocemos todos. Las obligaciones son las de ganar. Y para eso, se necesitan todos.
Además, hay que tener pergaminos con la camiseta. Porque en Independiente, por ejemplo, la prensa se empeña en colocar en posición de referente al Rolfi Montenegro o a Pusineri, pero ganaron un solo título con el club. La real identificación con Independiente la tienen Bochini, Burruchaga, los de las Copas de los 60 y 70. Ganaron todo y no se fueron. En Boca, los referentes levantaron muchas copas y tienen kilómetros de vueltas olímpicas. En algún momento se fueron porque estos tiempos son de mucha migración, pero la mayoría volvió. Battaglia, Riquelme, Ibarra y Palermo hicieron experiencias europeas y volvieron. Algunos, como el Flaco Schiavi, estuvieron por volver, y otros, como el Patrón Bermúdez, pagaron eternamente su conflictiva salida del club. Pero siempre quisieron volver, vivieron con la ilusión del regreso.
Esto lo generan las cosas hechas con tiempo. El Boca bicampeón de Bianchi (ganador del Apertura ’98 y Clausura ’99) jugaba mucho mejor que este Boca, tenía un fútbol más sólido y una calidad individual muy superior. Pero no se podía hablar de mística, identificación o pertenencia. Simplemente, porque llevaban un año de trabajo y las grandes cosas no se consiguen mágicamente, necesitan de un proceso. Y para cualquier proceso, la continuidad es un valor innegociable. No se puede obtener calidad verdadera sin tiempo. Boca se los dio a sus figuras. Riquelme, Battaglia, Palermo y el Negro Ibarra pueden dar fe. Llegaron, se fueron, volvieron, y todo como si nada: son campeones otra vez. Saben cómo hacerlo, viven para esto.
Los resultados están a la vista.