La idealización de la práctica política de los años 70 congela la memoria, la ocluye, cierra, no permite el procesamiento, lo obstruye”, dice Pilar Calveiro, ex desaparecida, cautiva en la ESMA durante casi dos años.
Sus reflexiones penetran profundamente en un debate que la revista Lucha Armada en la Argentina intentó alentar en las filas de ex militantes de los grupos armados que en los años setenta se lanzaron a la lucha política con una estrategia que incluía el uso de la violencia.
El golpe de Estado de Onganía fue el que sirvió en bandeja la propuesta de que había llegado la hora de las armas. Si luego de cada elección en que se votaba a un presidente los militares desoían la voz de las urnas y se adueñaban del poder mediante la fuerza, qué impedía a los ciudadanos armarse e intentar tomar ese mismo poder pero con un proyecto revolucionario de justicia social.
Un buen número de universitarios, psicoanalistas, periodistas, abogados, médicos y miembros de las más disímiles profesiones se enrolaron en grupos armados y se convirtieron en combatientes.
Y la sociedad, fatigada de uniformes y desfiles, los observó con simpatía: el pez en el agua, hubiera dicho Mao Tse Tung. En pocos meses las organizaciones guerrilleras ganaron un espacio que transformó a la izquierda, ignorada hasta entonces, en un actor político de gran envergadura. Efímera ilusión: su derrota política y militar fue estrepitosa. Y sangrienta.
Con la recuperación de la democracia y el castigo a los principales responsables de los crímenes de Estado, surgió una polémica inevitable: ¿los guerrilleros eran demonios subvencionados por potencias extranjeras o jóvenes idealistas que lucharon por un futuro mejor?
La discusión se oscureció porque con tantos miles de muertos no es sencillo tomar distancia.
Hoy, al cabo de 40 años del surgimiento de los grupos armados, una legión de jóvenes –historiadores, antropólogos, sociólogos– intenta abordar ese pasado con una mirada desprovista de pasiones.
Cuando en 2004, con Israel Lotersztain y Gabriel Rot, publicamos el primer número de la revista, dijimos que era necesario asumir los actos del pasado desde una conciencia crítica que rescatara todo lo bueno y lo malo para evitar la autocomplacencia o la denigración, la épica o la demonización. Alentamos a los protagonistas de entonces a no temer abrir los recuerdos y reconocer los errores.
Creemos haber cumplido el objetivo propuesto, a pesar de que encontramos, en muchos casos, una escasa disposición para polemizar algunos temas.
Entrevistamos a ex guerrilleros que pasaron por la cárcel, por campos de concentración, por la tortura y el exilio. Pero que, sobre todo, pasaron la edad de sesenta años y pueden mirar el pasado con ojos más sabios, con la experiencia del veterano que observa sus propias acciones en el espejo del tiempo. Ni “ángeles” ni “demonios”. Fueron civiles que se alzaron en armas para pelear contra una dictadura pero que no supieron escuchar la voz de la sociedad que en 1973 fue convocada a las urnas y acudió masivamente esperando poner fin a la violencia. Fueron guerrilleros que persiguieron objetivos políticos inobjetables, como la justicia social, pero que para alcanzarlos desdeñaron valores éticos esenciales. Cuando la política se dirime con las armas, los que triunfan en las organizaciones son los que mejor saben manejarlas, los más temerarios.
Pasar de la simpatía inicial al rechazo popular, de los cantos heroicos a la triste certidumbre de la derrota, llevó apenas ocho años. Lapso insignificante en la historia que dejó, paradójicamente, una cicatriz que atraviesa a más de una generación.
A pesar de la gran recepción que tuvo la revista (de mil ejemplares en el primer número a tres mil en el último), el debate de las armas todavía está incompleto; porque aún hay algunas voces renuentes a enfrentar el pasado. Los once números publicados a lo largo de cuatro años abrieron un debate que no está clausurado y que nos proponemos continuar porque ésa es la única manera de recuperar una historia que no debe estar teñida por discursos heroicos o denigratorios.
Nadie mejor que Héctor Schmucler para sintetizarlo: “La memoria no es un problema de saber cosas sino de pensar desde ciertos valores”.
*Codirector de la revista Lucha Armada.