El 10 de diciembre de cada año conmemoramos el regreso de la democracia, ocurrido en esa fecha, en 1983. El nuevo Presidente lo señaló el martes pasado, durante su discurso inaugural. La conciencia ciudadana acerca del valor de esa fecha no suele ser evidente, y el día tiende a transcurrir como uno más, como si no rememorara el final de uno de los períodos más oscuros y sangrientos y uno de los apagones republicanos y democráticos más extensos de la historia nacional. Sin embargo, cada cuatro años el 10 de diciembre toma otro cariz, pasa a ser una fecha ritual. De hecho, contiene todos los ingredientes de un rito. La preparación, el ensayo, los atributos (banda y bastón) que determinan simbólicamente el traspaso del mando o la continuidad en el mismo, el camino que el nuevo mandatario recorre hasta arribar al lugar de la ceremonia, las etapas de ese camino (saludos, firma del libro de honor), etc.
La vida de las personas y de las comunidades está sembrada de ritos, aunque no siempre los registremos como tales. Algunos, sobre todo en lo personal, son pequeños e imperceptibles, otros están señalados por fechas y ceremonias. “Cada ceremonia o rito tiene valor si se realiza sin alteración”, decía el maestro espiritual armenio George Gurdjieff (1866-1949). “Una ceremonia es un libro en el que una gran parte está escrito. Cualquiera entiende que puede leerlo. Un rito a menudo contiene más de un centenar de libros.” En efecto, los ritos no se explican. Se viven y se constituyen en parte esencial de la memoria individual, grupal, familiar, étnica, religiosa, social o comunal según el caso. Su significado no necesita ser revelado a sus comulgantes, está inscrito en el inconsciente colectivo.
“¿Qué es un rito?”, pregunta el Principito en el célebre relato de Antoine de Saint Exupery. “Es también algo demasiado olvidado –responde el zorro–. Es lo que hace que un día sea diferente de los otros días.” Así, cada cuatro años, el 10 de diciembre es un día diferente de otros días. Un día que, al mismo tiempo, comprende continuidad e inauguración. Cualquier rito viene a decir que estamos vivos, que seguimos aquí, que el tiempo continúa y que aún somos parte de él. Estuvimos en el cumplimiento anterior y estamos hoy. No hay rito que no remita al pasado y que no augure un futuro. Un rito empieza a ser tal cuando se celebra por segunda vez. La primera es solo una ceremonia. A los ritos no los impone nadie, se establecen por su propia repetición.
No importa quién asume el 10 de diciembre cada cuatro años. El rito existe y negarse a él, a su contemplación, a la participación es negarse a la realidad del tiempo y del devenir, excluirse del fluir de la vida que nos toca vivir. Todo rito tiene éxito y persistencia si confiere a quienes lo ce-lebran y a los asistentes el sentimiento de que el tiempo vuelve a abrirse, dice el arqueólogo y etnólogo francés Marc Augé en Las pequeñas alegrías, una encantadora recopilación de sus propios instantes felices.
Aunque siempre celebre lo mismo, aunque siempre se cumpla del mismo modo, o precisamente por eso, el rito indica un nuevo comienzo, una nueva pri-mera vez, un nacimiento. “Los grandes políticos lo saben, escribe Augé, y por eso se esfuerzan en marcar los inicios, en darles la relevancia necesaria. Saben que, a pesar de las decepciones que vendrán, al menos ha-brán dejado el recuerdo de la esperanza que hicieron nacer en el pueblo”. La desesperanza, el desaliento y la decepción que el gobierno saliente le dejó como legado al entrante acentúan como pocas veces la relevancia del inicio y de las promesas con que éste se abre. Y estrechan el margen para “las decepciones que vendrán” citadas por Augé. El modo en que el nuevo presidente se mantenga fiel a la visión convocante que atravesó su discurso inaugural determinará que el rito del 10 de diciembre de 2023 no solo indique que el tiempo continúa y se reabre, sino que además su tránsito no ha sido una pérdida sino una siembra. El quehacer de cada día, hasta sumar cuatro años, dará la respuesta.
*Periodista y escritor.