Por la noche, tarde, vimos el último capítulo de la vida televisiva de Don Draper. ¿De qué va Mad Men? Una serie retro, escrita casi a la perfección, con una pasion preciosista por los diálogos. La gente en la vida normal no habla con tanta repentinización, con tanta habilidad. Pero acá no importa. Hay líneas de vida de personajes que, en esta última entrega, parecen apuradas. Como la declaración de amor de Peggy o el final de Roger Sterling –siempre el que tiene las mejores frases–. Pero en el fondo queda la sensación de estar viendo un relato maravilloso de John Cheever. El actor que hace de Donald Draper no está actuando, es él. Cuando uno lo ve en otros papeles, se da cuenta de que es un malísimo interprete, un Don Drapie. Pero en Mad Men la rompe. Al otro día, bien temprano, salgo para el aeropuerto. Cuando ya hice el check in, me doy cuenta de que me olvidé los lentes. Maldigo ser ortopédico. Salgo corriendo, me quedan dos horas hasta embarcar y paro un taxi. Le pregunto si llegamos a mi casa y volvemos en ese tiempo. Me dice que sí.
El hombre es joven y tiene un GPS en la cabeza. También tiene la particularidad de no hablar de más. Y encima se llama Ortigoza. Le pregunto si es pariente del crack de San Lorenzo. Me dice que todos los Ortigozas con Z son parientes, que esta camada de Ortigozas se inició en la Guerra del Paraguay, cuando las mujeres se quedaron solas y había muchos Ortigozas dando vueltas. Me lleva y me trae a la perfección por una Buenos Aires caótica, pero el tipo sabe por dónde ir. Es como Ortigoza comandándonos en el medio campo para llevarnos nuestra primera Libertadores. Llego a Chile y me dicen que este hotel donde paro es el que le gustaba a Fogwill. Elijo a un empleado que me parece añejo en el establecimiento y le pregunto por Fogwill. Lo conoce. Me dice que era el hombre que cantaba en voz alta y tomaba mate en el bar. Es Fogwill, me digo. Voy a cenar con amigos y hablo con mi familia por Skype por primera vez en mi vida, es un pequeño paso para la humanidad, pero un gran paso para mí. Se hace de noche y salgo del hotel a fumar. Hace frío y en Santiago una niebla blanca baja de los cerros. Pienso en el poema Wants, de Philip Larkin: Más allá de todo el deseo de estar solo/ aunque sigamos los avisos publicitarios del sexo/ aunque la familia se retrate al pie de la bandera/ más allá de todo esto/ el deseo de estar solo.