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Un diario de viaje

Isherwood es voluntarioso, alterna buenas intenciones con momentos logrados, siempre en un tono que apela a la ironía, a cierto sarcasmo.

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¿Cómo llegó a mí? ¿Lo compré? ¿Me lo regalaron? ¿Lo robé? No tengo la menor idea. Como un amnésico, no recuerdo nada. Simplemente que buscando otro libro en una biblioteca lateral de mi casa –pequeña y no demasiado cargada– encontré El cóndor y las vacas. Diario de un viaje por Su-damérica, de Christopher Isherwood (Sexto Piso, México, 2012, traducción de Andrés Barba) del que no tenía noticia alguna. Con Isherwood tengo una relación de ir y venir, quisiera que me gustara más de lo que habitualmente me ocurre, pero fatalmente no suele ser el caso. Quiero decir: me gusta mucho la historia de su amistad con Auden y con Stephen Spender, y quisiera que los atributos que le otorgo a sus amigos recayeran también sobre él. Auden –ni falta decirlo– es uno de los poetas mayores del siglo XX. Spender es un poeta menor, que escribió dos o tres poemas extraordinarios, hecho que alcanza y sobra para volver sobre ellos. Al fin y al cabo, qué más hay que pedirle a un poeta que dos o tres poemas maravillosos. El resto no tiene la menor importancia.

Isherwood en cambio es un escritor voluntarioso, que alterna buenas intenciones –muchas veces fallidas– con momentos logrados, siempre en un tono que apela a la ironía, a cierto sarcasmo, a una mirada muchas veces descarnada.  Escrito bajo la forma de un diario, El cóndor… retoma el tópico del viajero europeo por Latinoamérica, tierra de contrastes, de violencias, de retratos de intelectuales autóctonos y de aventuras de todo tipo. Partiendo de Colombia, viajando hacia el Sur, Argentina es obviamente una de las últimas escalas. Y, obviamente también, el escritor viajero inglés es agasajado por Victoria Ocampo en su casa de Mar del Plata a fines de febrero de 1947, en pleno peronismo. Por supuesto Isherwood no se priva de describir a Perón y a Evita, ni de indagar sobre los parecidos y diferencias entre el peronismo y el nazismo, en un tono levemente trivial, que conduce a que, a mi turno, ahora yo me prive de transcribir algunos de esos párrafos. Entre tanto, Buenos Aires le parece “al mismo tiempo una ciudad moderna y pasada de moda” y otras frases por el estilo. La descripción que hace de Ocampo es la que hacen todos (“Se presenta a las fiestas elegantes con un turbante, un costoso abrigo de piel, joyas y zapatos de playa”), pero sí es muy interesante la página y media que le dedica a María Rosa Oliver, tal vez de por sí la más interesante de ese mundo cultural: “A María Rosa la conozco desde hace varios años cuando fue a Hollywood durante la guerra. Tiene algunos músculos paralizados, por lo que no puede caminar, pero jamás se podría pensar en ella como una ‘tullida’. Su silla de ruedas se ha convertido en una parte tan integral de su personalidad que sin ella parecería incompleta”. Es hermoso también el pasaje en que cuenta cómo todas las noches se reunía en secreto a tomar unos whiskys en la habitación de Oliver, hasta que Ocampo se percató del asunto y se dio por invitada solo para preguntarles, ella que “rechaza el licor”, “¿qué se sentía cuando se estaba borracho?”.

Finalmente aparece Borges, a quien describe un poco como un freak: “La excesiva preocupación por las culturas ajenas ha producido algunos extraños eruditos, tal el caso de Jorge Luis Borges (…). Conoce la literatura inglesa clásica y moderna como muy pocos ingleses y americanos.”