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Un ejemplo a seguir

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No sé por qué la política es tan vilipendiada, se habla tan mal de ella, como si no pudiéramos esperar nada de esa actividad. Yo pienso todo lo contrario, me parece que están pasando cosas sumamente interesantes, dignas de ser copiadas. Eso, dignas de ser copiadas. Y no sé, entonces, por qué la propia literatura –labor alta, noble y elegante– no reproduce lo mejor que ocurre en la política. Por ejemplo, discreta pero firmemente, han aparecido en los últimos años una serie de políticos –o tal vez de políticas– que encarnan algo así como la norma ISO 9000 de garantía de seriedad, ética y progresismo. No sé cómo fue qué ocurrió, dónde fue que recibieron esa cucarda, ni quién le reconoce ese mérito, pero lo cierto es que acontece. Funcionan como oráculos sobre lo que está bien, lo que está mal, el mal haber y la calidad institucional. Son la última garantía de un sistema corrupto y podrido. Graciela Ocaña –ex aliada de Francisco de Narváez, hombre probo si los hay– es una de ellas. Margarita Stolbizer –amante del básquet, con capacidad para rebotar entre el PRO y Massa– es otra. Y por supuesto Elisa Carrió, gran conocedora de temas judiciales –seguramente desde que en 1979, en plena dictadura, ingresó al área de asesoría técnica de la Fiscalía de Estado–, ocupa el lugar más alto del podio. Recuerdo ahora una ironía de Borges, transcripta por Bioy en sus diarios: en plena Guerra Fría, Borges le pregunta a Bioy: “¿Qué hay que hacer en Occidente para ser comunista? Sólo decir que se es comunista”. Con el progresismo en Argentina pasa otro tanto.
Hace poco, Carrió recibió de Macri los papeles sobre sus sociedades offshore. Los miró, y dio su veredicto: “Aquí no hay delito alguno, ni tampoco alguna falta ética”. Su palabra fue verdad absoluta y desde entonces nadie duda de la honorabilidad del Presidente. ¡El ejemplo debería cundir en la literatura! Qué pena que nuestros críticos literarios se enfrasquen todo el tiempo en polémicas sobre esto y lo otro y lo de más allá, deberíamos llegar al mismo consenso que en la política: si el crítico tal dice que el libro X es bueno, entonces es bueno y listo el pollo. Después de todo, los críticos son gente que ha leído mucho, que tienen formidables bibliotecas, igual que muchos escritores. Sobre eso, no puedo dejar de mencionar la excelente nota de tapa de Ñ de la semana pasada sobre el destino de las bibliotecas personales, en la que, pese a no estar mencionado, flotaba el fantasma de Cyril Connolly, gran bibliófilo y autor de algún ensayo perfecto sobre el tema. En otro texto, un muy breve artículo llamado “Reviewers” (traducido por Mauricio Bach para Grijalbo-Mondadori como “Críticos”), Connolly se ocupa de los pesares del crítico: “Escribir crítica es un trabajo a tiempo completo con un sueldo de tiempo parcial, un oficio en el cual nuestro mejor trabajo siempre está sometido a la crítica de algún otro, en el que los triunfos son efímeros y sólo la esclavitud de la tarea es permanente, y en el que el futuro no ofrece nada seguro, excepto la certeza de acabar convertido en un gacetillero”. En otro ensayo, Connolly menciona a J.W. Croker, político conservador del siglo XIX, también célebre crítico literario que atacó sin piedad el Endymion de Keats. ¿Se habrán convertido nuestros políticos progresistas en los nuevos críticos literarios?