En algún pasaje de Radiografía de la pampa, Martínez Estrada señala que “los ejércitos suramericanos se formaron antes que el pueblo suramericano”. Es un pensamiento de una radicalidad tan profunda que no es sencillo extraer las consecuencias profundas de la sentencia. Se dirá: el pueblo aparece más tarde, con Yrigoyen. O también: el pueblo aparece con el peronismo. Néstor Kirchner y Cristina Fernández registraron que no tenían estructura ni tampoco pueblo. La estructura era comprada. Los mismos –o casi los mismos– que habían sido menemistas y luego duhaldistas se habían vuelto kirchneristas con el mismo ímpetu con que en 2015 serán sciolistas, massistas o lo que sea. Cristina decidió entonces que tenía que crear una estructura propia, bajo el nombre de militancia, llámese La Cámpora u otras organizaciones. De arriba hacia abajo. Del Estado a las bases. Pero ¿y el pueblo? ¿Puede construirse el pueblo? Podría hacerse esta lectura: el 17 de octubre de 1945, de manera imprevista, irrumpió un pueblo. Desde ese entonces, el trabajo cotidiano del peronismo ha consistido –en sus diferentes versiones– en institucionalizarlo. Normalizarlo. Disciplinarlo. El peronismo ha sido el gran disciplinador social del campo popular argentino. El kirchnerismo supuso que el pueblo “estaba ahí”, disponible, previo, esperando. Al pueblo había que despertarlo, unirlo y organizarlo, esclarecerlo. Encauzar esa fuerza entrópica que fue el 2001. Para todos aquellos que, en discusión con la idea de vanguardia política y a la vez con el aparato de la política tradicional burguesa-democrática, es decir, para todos aquellos que formulamos una crítica frontal a la propia idea de representación (concepto en crisis, desde hace un siglo, en las artes y la epistemología), para todos aquellos que tenemos algún tipo de simpatía por los movimientos anarco-espontaneístas, el 2001 fue una de las desdichas más grandes de nuestra historia política. Visto hoy, el 2001 no fue (mucho) más que la clase media indignada porque se había quebrado la convertibilidad. En lugar de ir a la puerta de los bancos a pedir que le devuelvan la plata (al uno a uno) debimos haber ido a los bancos a quebrarlos, nosotros a ellos. A pedir que no hubiera más bancos. Ni más aparato represivo. Ni más control social a través de los medios hegemónicos de comunicación. Pero eso era pedir demasiado. Como pedirle otra historia a la historia argentina. Finalmente advino el kirchnerismo bajo la ilusión del orden y el progreso. Pensaba en todo esto –y en muchas cosas más– mientras leía Cine-Capital. Cómo las imágenes devienen revolucionarias, de Jun Fujita Hirose, publicado recientemente por Tinta Limón, una lectura de la lectura que Deleuze realiza del cine. En un pasaje, escribe: “La ‘política’ en Deleuze designa una sola cosa: el devenir revolucionario de las personas por oposición a la revolución, o lo que es lo mismo, la invención de un ‘pueblo por venir’ (…) ‘lo intolerable’ en la política designa tal nada de pueblo”. Este momento no está muy lejos de las reflexiones sobre el pueblo en el cine sobre zombis que realiza Georges Didi-Huberman en Pueblos expuestos, pueblos figurantes, publicado por Manantial, libro extraordinario sobre el que volveremos una y otra vez, mientras el pueblo siga siendo un enigma perturbador y no un decorado publicitario.