Mientras que el foco de la atención mundial se concentra en una serie de procesos relevantes en el ámbito global –que incluyen, entre otros, el desplazamiento del dinamismo económico desde el Atlántico a Asia-Pacífico, la crisis del orden liberal internacional y de la globalización, y la creciente fractura de la alianza atlántica entre Estados Unidos y la Unión Europea luego de las recientes reuniones de la OTAN y del G7–, emerge progresivamente un nuevo centro de gravitación mundial que responde al rediseño del mapa geoestratégico global. Durante el primer foro del ambicioso proyecto chino One Belt, One Road (OBOR), realizado en mayo de este año en Beijing –proyecto que reactiva el corredor comercial de la Ruta de la Seda luego de 300 años de su disolución a través de una serie de rutas terrestres que atraviesan Asia y de una ruta marítima que reconecta a China con Europa–, surge un nuevo referente geoestratégico global que anuncia, más que la emergencia y primacía de Asia Pacífico, la reactivación de Eurasia como un factor potencial de dinamismo económico y de pivote geopolítico en el sistema internacional.
La convergencia entre el OBOR (resistida por la India por las conexiones que establece entre China y Pakistán), la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS), inicialmente articulada en función de la seguridad regional entre Rusia, China y las repúblicas del Asia Central y más recientemente devenida en un acuerdo económico que acaba de incorporar a India y Pakistán y que potencialmente podría incluir a Turquía e Irán, y la Unión Económica Euroasiática configurada entre Rusia, Bielorrusia y algunas de las ex repúblicas soviéticas de Asia Central, con expresa proyección hacia Asia Oriental, estructura un nuevo espacio geopolítico no sólo en términos territoriales sino también en significativos términos económicos, geopolíticos y demográficos. Mientras que la Federación Rusa ha ido tomando creciente distancia de su aspiración a vincularse con Europa –desde la intervención occidental en Kosovo hasta las sanciones en torno a Ucrania y la reincorporación de Crimea– y se ha visto forzada a reconceptualizar la noción de Eurasia en función de un acercamiento y una mayor vinculación con Asia y China, esta última ha iniciado un proceso de creciente proyección y expansión hacia el oeste en busca de desarrollar sus territorios más occidentales, de lograr mayor acceso a los mercados tanto de Asia Central como de Europa, y de impulsar una necesaria estrategia de seguridad para prevenir la amenaza terrorista de algunos movimientos fundamentalistas y, particularmente, de las reivindicaciones autonomistas de la etnia iugur, de religión islámica, algunos de cuyos miembros han estado vinculados a estado Islámico y combatido en Siria.
En este marco, tanto Rusia como China convergen –manteniendo ciertos recelos mutuos– en la construcción de un espacio que excluye a EE.UU. y que debilita su capacidad de influencia en la región, mientras que consolidan a través de la Gran Eurasia un nuevo núcleo de referencia y un potencial centro de dinamismo económico que indudablemente afectará en el futuro la dinámica global, actualizando algunas visiones geopolíticas tradicionales.
Pese a la participación de los presidentes Macri y Bachelet de nuestra región en el foro de mayo del OBOR en Beijing, la gran interrogante estratégica que abre este proceso en curso es si los gobiernos de América Latina han comenzado a evaluar efectivamente sus alcances y las oportunidades que ofrece el espacio euroasiático en un orden mundial en transición donde se rearticulan las relaciones entre los distintos factores de poder económico y político.
*Analista internacional y presidente de Cries.