¿Hablaremos alguna vez del Burrito Ariel Ortega así como hablamos ahora del Loco René Houseman? Algo hay en el lado derecho del ataque, un gusto por el borde anida en ese sector de la cancha de una vez y para siempre. ¿Hablaremos alguna vez del Burrito Ortega como hablamos del Loco Houseman, o como se hablaba de Corbatta, o como hablan de Garrincha en el Brasil? La plena celebración de lo que fue se vuelve inseparable de la mustia conjetura de lo que pudo ser (y no fue). Ninguna promesa meramente realizada supera en intensidad a las promesas que alcanzan el lustre aurático de lo incumplido.
El fútbol de Mendoza es al fútbol de Buenos Aires lo que el fútbol de Turquía es al fútbol de Italia o de España. Ortega ya sabe de esta clase de destierros. Y si su juego se desluce no es para otra cosa que para expresar esa verdad. En su entorno se despliegan mientras tanto las miserias del cuidado y del descuido. Cuidar a los ídolos es difícil, y cuidarlos de sí mismos (como entendió Cortázar en El perseguidor, como entendió Leonardo Favio en Gatica) suele serlo mucho más. Por eso no se sabe bien qué hacer ahora con el Burrito Ortega. El adicto es el fantasma que atrae y aterra a los meros consumidores; por eso lo azuzan y a la vez lo detestan, por eso lo celebran y a la vez lo repudian. Nadie odia tanto a los adictos como los consumidores, y nadie los necesita tanto. ¿Se puede salir de ese círculo, que es vicioso como todos los círculos? ¿Tiene acaso algún afuera? No parece que lo tenga. Y si lo tiene, no parece estar en Cuyo.
La utopía del sereno retiro en Mendoza la fundó el general San Martín, al igual que tantos mitos argentinos. Nunca la concretó.