En su inmenso libro El interior, Martín Caparrós llega a Bernardo de Irigoyen, pueblo de frontera. Allí, la preocupación de las autoridades argentinas es el idioma. Los chicos hablan en portugués. Algo de la nacionalidad se resquebraja en esa influencia manifiesta de otra lengua. En plena calle, Caparrós habla con cuatro chicos de diez años. Les pregunta cuál es su programa favorito de la televisión. En perfecto portugués, los muchachitos argentinos le dicen “o senhor Chaves”. ¿Cómo? “Si, o Chaves do Oito”, lo que en cualquier otra ciudad de la Argentina sería El Chavo del Ocho. “Poco después –cita Caparrós– les preguntaré a los cuatro vandalitos patrios de qué cuadro son. Tres me dirán de Boca, uno de River. ¿Y no son de Gremio o de Inter? “No, ésos son brasileños”, me dirán con desprecio y acento brasileño. En el fútbol sí, la patria está clara.” River-Boca es tan espinoso que no faltarán lectores de esta nota (invitados a zambullirse en la gran experiencia de Caparrós), que recuerden que Caparrós es de Boca. “Seguro que eran dos y dos los pibes, pero metió el 3 a 1, si total, quién va a ir hasta Bernardo de Irigoyen a retrucarle?” Porque hasta en eso compiten desde La Quiaca hasta Ushuaia, en toda la Argentina. Y en ese desacuerdo se explica y se salva un cachito de la indefinible palabra patria, manoseada y tironeada desde cada lado de la argentinidad.
Una de las pocas ocasiones en las que la Recoleta Capital del país y sus pueblos perdidos se unen ocurrirá hoy. Y nunca importó si Gago o si Rattín. Es Boca, dicho así, con toda la boca, con olor a Boca. Y nadie repara en si Farías o Francescoli. Es River, pronunciado con toda la erre, cacareando ironías. River-Boca es el amigo que se separa en la esquina porque va a la “otra” tribuna. Es la voz de los relatores corriendo como arterias por el cuerpo del país. Hasta Passarella y La Volpe, tan curtidos, andan con la idea de vencer, y después, que venga lo que tenga que venir. Hoy es especial, único y apaciguador. Si gana Passarella, será la vuelta al campeonato, a la ilusión mordisqueada como un pan por los últimos resultados. Si le toca a La Volpe, chau Basile, que ahora –mírese cómo es el fútbol– se convirtió en la medida de las cosas de Boca. De los dos, La Volpe, ese héroe del cine mexicano de los tiempos de Arturo de Córdoba –un viejazo del periodista, perdone usted, joven que se pregunta quién habrá sido ése–, lo precisa más. Es él el que está a prueba, no Passarella. El Daniel ya no tiene que convencer de nada a los de River.
La Volpe confronta con un medio que hace de la ignorancia su argumento más terrible. La apatía intelectual de los periodistas deportivos los lleva a asombrarse, en vez de admirarlo por lo que cambia en las prácticas. Caramba con eso de un rato tres en el fondo, después cuatro. Confunde. Se muestra inseguro y los muchachos no saben ni dónde están parados. Que con Basile era distinto, porque lo que el Coco sabe, desde que ganó cuatro títulos (recién descubrieron que “sabe”), es armar el equipo. Una cosa sencilla, si el fútbol es simple, qué tanta vuelta. La condena es la siguiente: si todo sale bien, es todavía Basile con su fútbol “natural”; si sale mal, La Volpe artificioso, complejo. Pero La Volpe hoy tiene más equipo, y ése es un aspecto negativo en los clásicos.
Hay algo indefinible que juega en contra del que llega mejor. ¿Llega mejor? ¿No viene Boca de perder un tiempo con Gimnasia, empatar con Godoy Cruz, zafar contra Chicago y manotear una hazaña ante Vélez? Las dudas de Passarella son sus certezas. Sabe lo que anda mal. Sólo que corregirlo sobre la marcha obliga a cambiar frecuentemente. Otra línea de fondo, a ver si cabecean una, sobre todo en los fatídicos minutos finales. Nueva dupla ofensiva para perderse menos goles. ¿Qué hacer, así a la carrera, con un equipo que regaló una solución llamada Montenegro y trajo un problema, que eso es lo que le trajeron, políticas razones, con el querible Ortega? Balancearlo, ¿qué más? River debe atacar y no dejar de inquietarse por la presencia de Palacio. Debe controlar el terreno y enfrente tiene a Gago.
Existen pocos esfuerzos inútiles como querer “ver” un partido antes de que se juegue. Eso deben hacer Passarella y La Volpe. Por distintas razones, los acucia la misma necesidad impostergable: ganar. En un partido de por lo menos cuatro goles, ¿la última palabra la tendrán ellos y sus decisiones, reduciendo al máximo las razones del azar, o será éste el que decida que en lugar de un 2-2 se tenga un 3-1 o algo por el estilo? ¿Qué puños saldrán apretados cuando las calles del país se pueblen nuevamente, después de ser la mayoría de sus habitantes, una inmensa oreja, un par de ojos fijos en las pantallas, millones entendiendo cómo es el miedo? La Recoleta capital y el otro país hacen a lo que se llama patria por encima de los lugares que los habitan. River y Boca, con cuatro chiquilines, allá lejos, discutiendo en portugués, la pasión más argentina.