Subiéndose por histeria al carro de la historia, los políticos opositores no ganaron nada en la marcha del 18A, como no perdieron nada –es decir, siguieron perdiéndose de ganar algo– al defeccionar de las marchas anteriores. Mal que le pese al harto arco resistente ciudadano, su republicana serie de consignas clasemedieras asume la figura de un clamor universal sin reparar en las particularidades (es difícil que un ladrón, por ejemplo, adhiera al pedido de lucha contra la inseguridad) pero no derivará en ninguna modificación sustantiva de la acción gubernamental, salvo que ésta perciba en algunos elementos del reclamo algo pasible de ser evaluado y satisfecho si esa satisfacción depara inmediatos beneficios electorales.
Desde luego, esta demanda no es golpista aunque algunos o muchos de sus participantes se sientan animados del más inmundo furor incendiario porque si es mina es yegua, faltaba más, y porque Videla mataba como Dios manda y tenía el uniforme bien planchado y el bigote bien cortado; por el contrario, en tanto se concibe como manifestación de una serie de creencias y encuentra espacio público para expresarlas, el 18A no hace sino confirmar la existencia de y la creencia en un gobierno que debería atenderlas. De hecho, como ya ocurrió en el ’68 en París (sin ir más atrás en el tiempo), un estado de fervor sin salida sólo termina reforzando aquello que apostaba a desplazar. Por suerte o por desgracia aquí no tenemos a De Gaulle, pero a cambio nos queda la persistencia de un aparato gobernante que no vacilará en presentarse investido de cualquier ropaje (hasta los papales) con tal de confirmarse en las pilas bautismales de cualquier político: el poder más allá de cualquier acción, el poder por sí mismo.
Concebida la política como una guerra que se libra contra un enemigo cambiante –los medios, la Justicia, la patria sojera, el imperialismo–, la suma de batallas emprendidas (YPF, Ley de Medios, AFIP, AFJPs, morenismo explícito, subsidios, prebendas, construcciones narrativas y asistencialismos) da una totalidad que prueba que desde siempre el peronismo supo –como ninguna otra fuerza– aplicar la escuela militar de la que proviene, aunque su perpetua victoria termine deparando una repetida catástrofe para los sufridos habitantes que vuelven a votarlo.
Tampoco se avizoran nuevos panoramas para un futuro inmediato, ya que la oferta parece hegemonizada por las figuras provenientes de este movimiento perennemente agotado y recurrentemente metamorfoseado y persistente. Más de lo mismo, brotes del tronco central, aunque adopten la apariencia ritual de la novedad. La única novedad es lo gastado del entusiasmo por la duración de lo viejo, que genera desconcierto y sorpresa en el resto del continente por no decir el resto del mundo: ya nadie es maoísta leninista staliniano kennedista titoísta enverhoxista o polpotiano (quedan trotskistas, es cierto, pero ellos viven en el destierro perpetuo); sin embargo, lo que sea que es el peronismo… eso dura y continúa, y en su seno sigue escondiendo la utopía de la ascensión mística y el barro irrenunciable de los trepas y coimeros y berretas y la respectiva corte de… emplumadas que después de haber entregado la… y el…, por no mencionar los…, lloran con lágrimas de brillantina la tragedia de perder la guita mal habida con que el bacán de turno las forró antes de volverse públicamente un chambón, un arrepentido del arrepentimiento, un Naboletti.
*Escritor.