Fogwill me contó una vez que sus vecinos miraban de reojo el supermercado chino de la cuadra, pero que a él le gustaba seguir los detalles del negocio. Su conclusión era que funcionaba muy bien, “como todas las mafias”, y que esto último, que era inaceptable desde el punto de vista moral, resolvía asuntos prácticos: todo el mundo terminaba comprando ahí cualquier cosa, a cualquier hora y a buenos precios.
La tesis china de Fogwill –que vale para muchas cosas argentinas, empezando por el peronismo– fue lo que conectó espontáneamente mi madeja de cables chamuscados que todavía sigo llamando cerebro con la muerte de Julio Grondona. Pero no lo hizo en el mismo sentido que la corriente simplista que llama a Grondona “Don Julio” y resalta su voz grave y pausada, como de bajo grabado a 78 rpm y reproducido a 33, lo que le daría una cierta música siciliana. Tampoco en el de aquellos que machacaron sobre la inscripción “Todo pasa” en su anillo de un millón de quilates, como si fuese una estupidez autorreferencial y no una preciosa e irrefutable máxima de Heráclito.
Hay que sospechar de las mafias de una sola persona. Sólo existen en la imaginación. En los hechos, no hay nada más sistémico, arborescente y colegiado que una mafia. Grondona, que fue un burócrata eximio (su perfil de gestión local es el del reglamentarista, además del autor de reglamentos), no se entronizó estacionando un ovni en la terraza de la AFA para apuntar con su dedo linterna de marciano a los terrícolas. Fue el jefe de una institución vaticanista que durante treinta y cinco años nadie fue capaz de alterar, ya sea por codicia, temor o pereza.
Grondona fue un producto típico de la alianza entre varias fuerzas. Es el eslabón que cierra esas alianzas, cuyo rango va de las cámaras del cable apuntando a las tribunas a Fútbol Para Todos. Pero echarle la culpa a una persona de los asuntos de muchos es tan argentino (tan chino, tan italiano) como el éxito de sus mafias.
Así como los desastres de violencia y pobreza del fútbol local de las últimas tres décadas fueron decisiones colegiadas de Grondona y sus innumerables aliados, los méritos de la selección argentina parecen tenerlo como un autor solista. Recordemos que probó todas las escuelas (la “nuestra” de Menotti, el “laboratorio” de Bilardo); que José Pekerman inició su exitosa gestión en juveniles luego de ganar un concurso en 1994 y llegó a ser seleccionador de mayores en 2006; que a Marcelo Bielsa se le pidió continuar luego de una salida en primera ronda en Corea-Japón 2002; y que Maradona, máxima gloria de nuestro fútbol, tuvo su oportunidad en Sudáfrica 2010, lo que fue peligrosísimo, pero muy justo. Aquí ya tenemos al menos dos Grondona: el tiranuelo del fútbol doméstico y el estadista de selecciones.
*Periodista y escritor.