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Un imperio de humo

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Se habla de una ley para prohibir los saleros en los restaurantes, en defensa de la salud. La sal aparece equiparada, así, al tabaco. La confusión que impera es sencillamente fascinante. Yo soy no sólo alérgico al humo –lo cual me quita toda objetividad, o me la da toda entera– sino que además canalizo allí toda mi sociopatía. Me dan mucho asco el humo, el fumador, su familia, sus muebles, sus uñas amarillas, su pensamiento agremiado y todo ardid para disfrazar de placer una enfermedad que se llama tabaquismo. Si debo fumar en cine, insisto a los directores en que eso de que el humo “fotografía sexy” es una reverenda pelotudez y además complica la continuidad, ya que se requiere de un utilero con un arsenal de puchos de largos diversos para editar bien. En una película alemana en la que tuve que fumar por motivos argumentales (¿cuáles podían ser esos motivos?), argumenté que no me parecía bien prestar mi imagen a publicitar tabaco, pero me contestaron que el personaje estaba hecho mierda, y que nadie me tomaría como modelo. Casi muero en el rodaje. Los alemanes y austríacos fuman a matar. Una vez huí de Viena (y lo volvería a hacer) porque la ciudad se ufanaba de ser la única donde se respeta el derecho a fumar. En cada sitio donde busqué refugio del frío me fumaron en la cara. Quédense con Viena.

No, no sirvo como ejemplo. Pero lo de España me sabe raro. La ley antitabaco ya existía, pero era burlable: los locales podían elegir, lo cual dejaba sólo el 1% de restaurantes libres de humo. Pero ahora que se acabó la burla, la prohibición es vengativamente la más dura del mundo. Muchos discursillos de derecha afirman que es la única publicidad de fortaleza (simbólica) que el progresismo pudo asumir. Se prohíbe fumar en parques públicos, en veredas de escuelas, donde haya niños. Una dura prueba para cualquier sociedad. El gobierno espera que la gente deje de morir por culpa del tabaco. La ley tiene un espíritu proteccionista de la fauna local (el español medio), pero la fauna lo considera una guerra. Hay noticias de detenidos todos los días: los fumadores desafían a los policías (seguramente igual de adictos en privado). Tal vez sea porque hablamos el mismo idioma, y eso hace que las ambigüedades culturales y lingüísticas –entendibles con un austríaco– queden a un lado, pero discutir con un fumador español me es tan difícil como entender por qué el 99% de ellos prefiere ver las películas dobladas.

Te protegeré de tu enfermedad, aun contra tu propia voluntad, dice el gobierno. Yo creo que protegerán sólo a la gente parecida a mí y no al enfermo. Una vez pedí amablemente a un comensal que no me fumara en la cara mientras charlábamos, y me respondió con rudeza: “Vivimos en una democracia”. No le hablaré nunca más, pensé, mientras sopesaba mentalmente la respuesta que no le di: “Error. Como todos, vivís en una monarquía. En un imperio. El del capital transnacional que produce varias cosas innecesarias y tiene que vendérnoslas”.

Dicho lo cual, me cuesta aún imaginar esquema semejante para la sal, que participa de la frase “la sal de la vida”.