Milagros de vida, la autobiografía de J.G. Ballard que Mondadori acaba de publicar, es lo que los ingleses llaman “un libro honesto”. La idea de honestidad intelectual varía de tradición en tradición, y por supuesto de autor en autor. Por ejemplo, el concepto de honestidad que, a riesgo de generalizar, es valorado positivamente en el mundo anglosajón, no lo es tanto en el francés. De Sade a Jean Echenoz, el texto es pensado más bien como un engaño, un simulacro, la puesta en escena de una máscara. La honestidad es vista como una categoría moral antes que literaria, y así la escritura es siempre juego, desvío, superficie. Como decía Paul Valéry: “Lo más profundo es la piel”. Por supuesto que en el mundo anglosajón hay escritores “afrancesados”, como John Ashbery, que coloca al desplazamiento del sentido en el centro de su poesía y, a la inversa, en el francófono los hay al estilo inglés, como Maurice Dantec. Pero en general, la idea de honestidad no ocupa un lugar importante en las preocupaciones de la tradición francesa. En cambio es clave en Milagros de vida. Es evidente la preocupación de Ballard por no engañar a sus lectores, por ser lo más franco y directo posible. Y quizás allí resida el encanto del libro, una pequeña proeza de simpleza exquisita.
Milagros de vida se ordena por capítulos breves y cronológicos, en los que, al comienzo, se le da gran importancia a la cuestión de la vida urbana del niño Ballard (en Shangai), a la extrañeza de vivir en el mundo chino, pero siendo a la vez, absolutamente ajeno a él (Ballard confiesa que nadie en su familia, en todos los años de residencia, aprendió una sola palabra de chino) y luego, a medida que el libro avanza, los aspectos contextuales van perdiendo importancia, ganados por las descripciones de la vida cotidiana (la muerte de su mujer y la crianza en solitario de sus tres hijos), hasta desembocar en una serie de reflexiones sobre el éxito de sus novelas y su ingreso en el mundo del cine (como es conocido, El imperio del sol fue filmada por Spielberg, y Crash por David Cronenberg). En el pasaje dedicado a la invasión japonesa a China, en 1937, escribe: “Una bomba lanzada accidentalmente desde un avión chino hizo impacto en el Gran Parque de Atracciones situado cerca del hipódromo, en el centro de la Colonia Internacional, que estaba llena de refugiados de los distritos periféricos. La bomba mató a mil personas, en su día el mayor número de víctimas jamás causado por una bomba”. La frase es de una precisión seca, pero hay tres palabras que dan escalofríos: “en su día”.
La primera guerra mundial fue el primer conflicto bélico en el que la aviación jugó un rol clave y en el que las poblaciones civiles fueron blanco de guerra. “En su día” eso también fue novedad. Es curioso, pero el pensamiento de la honestidad tiene una fuente impronta reaccionaria (no es el caso de Ballard, cualquiera que haya leído Crash puede comprobarlo), pero sí el de intelectuales conservadores como Georges Steiner. El suyo es un discurso “honesto” que supone que hubo “un día” –un antes– que se supone mejor, más profundo, más auténtico, menos barbárico que el presente. No es mi intención defender o justificar el presente, no tendría cómo hacerlo, sería una batalla perdida de antemano. Pero sí, en cambio, sospechar de ese discurso del “antes”, de la superioridad del tiempo pasado. ¿De qué época habla? En la primera guerra mundial, además de lo ya dicho, se usaron por primera vez armas químicas. Luego aconteció el Holocausto, en Europa, y en Japón, Hiroshima. No es es posible que esté hablando de esa época. En el siglo XIX estaba prohibido el voto femenino, no existía el antibiótico, buena parte de Africa y Asia eran colonias. No, esa época tampoco parece ser. ¿Entonces cuál? Es una pregunta sin importancia. El mito del pasado mejor, es sólo una coartada para defender el conservadurismo en el tiempo presente. Por cierto, nada de eso defiende Ballard, en su hermoso y honesto libro.