Los bebés nacen siempre analfabetos. Es raro pensarlo, pero con que la cadena de alfabetización se cortara horizontalmente en un solo eslabón generacional se perdería la lectoescritura. ¿O quizá los abuelos se encargarían de enseñarles a leer y escribir a los nietos? El asunto es que enseñarle a leer y escribir a una persona da mucho trabajo, lleva tiempo y dedicación. Hasta 1990 los índices de alfabetización en la Argentina eran mejores que en otros países de Latinoamérica, pero eso ahora está cambiando: hoy día un millón de chicos en la Argentina no va al colegio. A medida que avanza la pobreza, avanza la deserción escolar y crecen las formas de analfabetismo porque, además del analfabetismo clásico, existen el analfabetismo tecnológico y numérico. Chicos que no saben hacer cuentas básicas y que nunca estuvieron en contacto con algún tipo de tecnología como computadoras o calculadoras. Chicos a los que les va a resultar casi imposible conseguir un trabajo más adelante.
Para mostrar lo que provoca un corte en la cadena educativa, se puede tomar el ejemplo de lo que pasó y pasa aún en el Norte con el dengue. Basta con que el Estado abandone las campañas de prevención de una enfermedad durante uno o dos mandatos para que esa enfermedad se convierta en epidemia. Se produce un vacío educativo, el tema desaparece durante los años de formación de un adolescente y, cuando esa persona llega a los dieciocho y empieza a formar una familia y levanta una casa, no sabe cómo prevenir la enfermedad porque nadie se lo enseñó.
En este país distópico donde tenemos cierta fascinación por el derrumbe, es crucial el papel del Estado en la educación. La educación es la única manera de impedir que avance la desintegración de lo que se suele llamar el tejido social.