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Un misterio de nuestro tiempo

Cuando era chico, no entendía lo que era el hipódromo. Los domingos, mis padres me llevaban a pasear por la Avenida del Libertador y, al pasar por Palermo, veía cómo una multitud llegaba o se iba de las carreras, pero no lograba comprender qué era lo que esa gente iba a hacer ahí. En esa época no había televisión y mi imaginación no daba para recrear el mundo de las apuestas hípicas. Cincuenta años más tarde, me ocurre algo parecido con la Feria del Libro.

Quintin150
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Cuando era chico, no entendía lo que era el hipódromo. Los domingos, mis padres me llevaban a pasear por la Avenida del Libertador y, al pasar por Palermo, veía cómo una multitud llegaba o se iba de las carreras, pero no lograba comprender qué era lo que esa gente iba a hacer ahí. En esa época no había televisión y mi imaginación no daba para recrear el mundo de las apuestas hípicas.
Cincuenta años más tarde, me ocurre algo parecido con la Feria del Libro. Ya no tengo la excusa de la infancia, de la falta de información, de lo esotérico de la actividad. Sé que muchos escritores pasan largas horas en ella, que la industria editorial se moviliza para el evento y hasta se rige por su calendario. Es más, he estado allí por lo menos tres veces en los últimos quince años. Pero no hay caso. Sigo sin entender la Feria del Libro.
El año pasado, por pedido de uno de los suplementos culturales que tienen gigantescos stands en la Feria, me tocó presentar el libro de un cineasta. En realidad, el libro estaba en preparación y creo que nunca se llegó a publicar. Pero lo mismo da. El cineasta es también profesor y encara su oficio desde lo teórico. Aunque el título de la charla era algo parecido a “Cómo hacer cine”, cuando leyó uno de los capítulos quedó claro que su prosa requería un conocimiento del tema ampliamente superior al de los doscientos jóvenes que poblaron la sala buscando una salida laboral y que en pocos minutos la vaciaron completamente hasta dejar en ella sólo a un grupo de allegados. No logré entender por qué se había programado la disertación, ni qué utilidad le podía reportar al cineasta, a los organizadores o al público. Sé que en la Feria acontecen experiencias más satisfactorias, momentos epifánicos en los que la audiencia se encuentra cara a cara con sus autores favoritos, esos que salen en la tapa de los famosos suplementos, mientras sus libros aumentan las ventas de modo exponencial. Así me lo han contado, pero no he presenciado ninguno de esos momentos y supongo que no son muy numerosos.
Este año, asistí a la Feria como cliente. Desde el otro lado del mostrador, por así decirlo. Llegué a las dos de la tarde, el horario de apertura, pagué la entrada y, durante tres horas, jugué al hombre en la multitud de Poe. Recorrí los pasillos entre la masa de estudiantes secundarios (supongo que también los hay primarios) que llegan en excursiones organizadas por sus respectivos colegios (los contingentes de estudiantes no pagan entrada). Las chicas y muchachos caminaban, se reían, celebraban la salida y el no tener que estar en clase. No creo que compraran ningún libro pero se agolpaban en las actividades gratuitas, que no son muchas ni muy interesantes. Me costó imaginar una relación entre esa visita y la ampliación de las competencias culturales de esos adolescentes. Me costó tanto que no lo logré.
Pero mi objetivo personal era mirar libros y comprar alguno, y en ese aspecto me llevé una sorpresa mayúscula. Por un lado, era enorme el número de stands en los que no había nada. Ni libros, ni público, ni personal capaz de explicar su propósito. Sin embargo, todas las instituciones estatales y privadas, nacionales y extranjeras, parecían estar presentes: desde una representación de cada provincia hasta el Ejército Argentino, desde la sociedad de editores mexicanos hasta la Embajada de los EE.UU. En esos kioscos institucionales no ocurría nada: estaban muertos, por así decirlo. Cumplían simplemente con una función protocolar, cuya necesidad es más que dudosa, pero demuestran que la Feria es parte de la vida oficial argentina. En el resto, en las librerías y editoriales realmente existentes, comprobé que, en general, el diseño de los locales era esmerado pero la oferta escasa, menor que en sus equivalentes del mundo exterior. Tal vez me falten otros cincuenta años para entender la Feria, pero prometo volver antes de que se cumpla el plazo.