La otra noche tuvimos una reunión familiar: la primera desde el final de la grieta. Ultimamente, cuando nos juntábamos, se armaban unas discusiones bárbaras. Las empanadas y los argumentos se enarbolaban y se sacudían por igual; en la mesa había que apartar el bombón suizo para hacerles lugar a las ideologías respectivas. Miento si digo que las voces no se alzaban: que la función social del Estado, que la corrupción y la indecencia, que la presión tributaria y la evasión, que la política cambiaria y los exportadores, que la inaguantable prepotencia del poder, que el pueblo, que la república. Y no faltaba el que traía a cuento el tema de la dominación de clase, queriendo hacer rotar el eje.
Nos volvimos a reunir la otra noche, pero ya en esta otra era. Las cosas habían cambiado. Conversamos más que nada de tonteras. Nuestro arsenal de pavadas es abundante, pero después de tanto charlotear superfluamente acabó por agotarse el stock. Y al acabarse, nos fuimos deshilvanando en silencios. Largo rato nos quedamos meramente así, callados, supongo que con la mirada perdida, presiento que con la mente en blanco, preservando la armonía familiar, satisfechos con esta concordia flamante.
Hacia la medianoche, a algunos de nosotros un hilo de baba en suspenso nos colgaba de la boca entreabierta. Uno cabeceaba en su sopor, otro se dormía en la silla, otro asentía sin saber a qué. Llegó por fin la hora de despedirnos. La reunión había pasado tranquila, la noche terminaba en paz.
Nos dijimos adiós apenas con murmullos (las palabras se nos habían vuelto lentas, macilentas, cansinas, abotagadas). Hasta la próxima, nos saludamos. La próxima será en Navidad. Esa noche va a estar buena, porque la vamos a pasar unidos, todos juntos y argentinos, alegres y positivos, sin nada que decirnos.