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Ayer leí este tuit de Tamara Tenembaum: “Amo cómo escribe Luciana Ruarte, me parece el epítome de lo canchero los temas que elige y cómo los trata.”

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Ayer leí este tuit de Tamara Tenembaum: “Amo cómo escribe Luciana Ruarte, me parece el epítome de lo canchero los temas que elige y cómo los trata.” Le contesté que eso de “epítome de lo canchero” no resultaba un gran elogio,   pero Tenembaum aclaró que “canchero” quería decir “cool y actual”, lo que me pareció aún peor. Ruarte acababa de publicar una nota sobre Rocío Quiroz, “la nueva princesa de la canción tropical”. Luego de intercambiar amables chicanas con Ruarte y con Tenembaum leí la nota, que me pareció ágil y bien escrita, aunque las declaraciones de Quiroz no se apartaban de las de un producto entrenado por una empresa discográfica (me hacían pensar en las de una chica Motown en los 60). Una de las respuestas, sin embargo, es insólita para una cantante: Quiroz no escucha música (“Solamente algo los fines de semana en algún baile, mientras espera para subir a cantar. Cuando está en su casa, prefiere mirar televisión o quedarse acostada.”).

Como corresponde a un periodista moderno, fui a YouTube para ver y escuchar a Rocío Quiroz, que resultó una chica agradable, simpática, dueña de una voz razonablemente afinada y caudalosa, despareja, en la que el yodel de la cumbia se mezcla con lejanas inflexiones tangueras. En la canción que más le gusta a Ruarte, Quirós canta: “Puedes ir a acostarte con esa maldita zorra/ la que tienes de amante y se da de importante”.

Navegando la web gracias a Google, descubrí que uno de los logros de Quiroz había sido grabar un tema con Pepo. Me pregunté quién sería Pepo. En ese momento, las neuronas hicieron sinapsis y me di cuenta de que lo había visto en persona diez diez días antes. Cuando terminaba el Festival de Mar del Plata, mientras almorzábamos en el fondo de la pizzería de Pippo Garretón, empecé a observar de reojo una larga mesa cuyos integrantes compartían una profesión indescifrable. Eran hombres jóvenes, de aspecto durísimo. Se portaban demasiado bien para ser barras bravas, de modo que pensé en estibadores o en comandos. Por un fragmento de conversación descubrí que eran músicos. Sebastián Rosal me dijo que eran de la banda de Pepo, que Pepo era el rubio que estaba sentado en el medio y que había sido presidiario (eso explicaba el entorno). Su presencia allí tenía sentido, porque en el festival se había presentado un documental sobre su vida titulado Pepo, la última oportunidad.

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Cuando ayer me di cuenta de que Pepo era famosísimo no sólo en la Argentina sino también en México, averigüé también que la pasta base le había arruinado una carrera brillante y lo había mandado a la cárcel por seis años. Que allí había logrado abandonar la adicción gracias, entre otros, a Víctor Hortel (el creador del Vatayón Militante) y que había retomado la música para después recuperar la libertad y el éxito. Miré los videos de Pepo y descubrí el carisma y el desparpajo del tipo, y que canta cosas como: “Vienen las pibas vienen bailando/ y las colitas meneando/ están las turras que andan turreando/ y están las zorras que van zorreando/ y las braguetas bajando”. O “Ella mueve las cachas/ con la cumbia peposa/ baila toda la noche/ y le transpira la babosa.”

Así fue como, un poco tarde, entré en el mundo de la cumbia villera. Lo que no sé es qué pensaría Theodor W. Adorno de todo esto.