En el libro de la filósofa española Adela Cortina, Aporofobia, el rechazo al pobre, se descubre un nuevo pliegue en el carácter social que marca este tiempo de crisis y cambios: la aversión a los pobres.
Cortina distingue con claridad los campos de la xenofilia y la xenofobia, según la relación que se produce entre los extranjeros y el cuerpo social, diferenciando, por ejemplo, la simpatía que despiertan los turistas, generadores de beneficios o el rechazo a los inmigrantes que “quitan” un puesto laboral. Estas diferencias, obvias, Cortina las lleva a la sutileza de que el rechazo al extranjero es una piel que puede cubrir, en realidad, la antipatía a su condición de pobre antes que hacia su nacionalidad: molesta que carezcan de recursos y vengan a complicar la vida a los que ya tienen bastantes problemas que resolver. Por eso no llama a esta actitud xenofobia, sino aporofobia. “El áporos, el que molesta”, escribe.
Si en la raíz de gran parte del problema está el marco económico, se debería atender a sus claves. Una de ellas está en la alta producción de pobreza y la desigualdad como lo indican todos los índices a mano. El economista Gay Standing, creador del término “precariado” para denominar a la extensa población de excluidos del trabajo y del amparo del Estado de bienestar, sostiene que la socialdemocracia (Tony Blair, Bill Clinton, Gerhard Schröder) abrazó las políticas neoliberales perdiendo la agenda de la solidaridad y la acción colectiva. “Ahí se borró la diferencia con los conservadores y la legitimidad ante el creciente precariado”, afirma Standing.
La contracara del pobre en este escenario es la del emprendedor, una figura que es solo funcional al relato del capitalismo financiero, ya que se utiliza para erosionar el espacio moral del desempleado: existiendo un campo económico fértil para todas las iniciativas, afirman desde los altavoces neoliberales, como lo demostraría la emergencia permanente de startups, es negligente aquel que no sea capaz de armar su propio negocio. El triunfo del individuo frente a la sociedad si es que se atiende a la máxima de Margaret Thatcher; ergo, no hay que esperar nada que pueda venir ni del Estado ni del cuerpo social. A no ser la caridad. Entonces un ciudadano sin trabajo puede ser susceptible de ser víctima de la aporofobia, con lo cual, los desempleados pasan a ser extranjeros de su propio país ya que se puede equiparar a un sin papeles con un “sin trabajo”.
La caridad es compasión: ¿qué otra cosa se le puede dar a un parado al que el sistema no le puede ofrecer trabajo? Esto no es nuevo. George W. Bush lo presentó en su plataforma electoral: el “conservadurismo compasivo” (compassionate conservative) como un programa de tolerancia, inclusión y multiculturalidad. La filósofa Michela Marzano explica así lo compasional: “Es una emoción que va hacia uno mismo e intenta embellecer, por medio de otro, la bonita imagen que uno mismo se fabrica. La compasión, en cambio, tiende a eliminar la distancia entre el que la siente y el que es objeto de ella”.
Lo compasional, entonces, es ver qué se puede hacer por esa gente mientras no se hace nada. Es decir, el acto por el cual se convierte a un trabajador en un pobre. ¿O acaso, en el relato social, las ayudas y los subsidios, traducidos en cifras ínfimas, no son el equivalente a una limosna? En esto Cortina es tajante: la limosna –dice– no es justicia. Y la justicia deviene del derecho, de un contrato social “en el que los ciudadanos están dispuestos a cumplir sus deberes con tal de que el Estado proteja sus derechos”. Es el Estado, el Contrato Social, la Ilustración, en definitiva la democracia, ante el capital financiero que pretende imponer un protocolo compasivo.
El epígrafe a uno de los capítulos del libro de Adela Cortina es el lema del Banco Mundial: “Nuestro sueño es un mundo sin pobreza”. Tal como van las cosas, su lectura invita a soñar con un mundo sin bancos.
*Periodista y escritor.