¿Para qué sirven los suplementos culturales? Contrariamente a lo que algunos piensan, esta suerte de especie en extinción del periodismo no debería buscar atraer al público hacia la literatura, sino dirigirse sin filtros ni simplificaciones (sin menospreciarla) a la gente que lee: a los lectores. Su receptor natural no es quien compra libros una o dos veces al año, sino la que lee uno o dos libros a la semana, la que tiene una relación de familiaridad con el acto de la lectura, la escritura, el pensamiento, la crítica. Si los suplementos de deportes o turismo saben bien a quién se dirigen, y no se preocupan por el público que no ve fútbol o, por caso, no sale de viaje, ¿por qué deberían hacerlo los de cultura? ¿Y para qué debería servir una columna de opinión semanal dentro de uno de estos suplementos especializados? Para llamar la atención sobre lo novedoso, lo extraño, lo excéntrico, lo marginal, en fin, lo inadvertido: para señalar o iluminar las zonas que la industria editorial, las cadenas de librerías o el periodismo cultural más atento a la actualidad (lo que algunos llaman mercado) dejan de lado, por desidia o desinterés. Es decir: la literatura de los escritores no profesionales ni adocenados (la única que está viva) y, en general, las ediciones de los sellos pequeños o independientes, que suelen ser los que publican los libros que sorprenden, incomodan, importan.
Este año, la Editorial Universitaria de Villa María (Eduvim), que había distribuido ya algunos títulos interesantes (como Las fuerzas extrañas y Cuentos fatales de Leopoldo Lugones) inauguró, con la excusa del Bicentenario argentino, una colección llamada Temporal. Allí acaba de publicar una serie de novelas cortas de autores argentinos recientes, como Doble crimen de Ariel Magnus, Chicos que vuelven de Mariana Enríquez, Hiroshima de Juan Terranova y La moza, de Sergio Gaitieri. Gaitieri nació en Córdoba en 1970, es profesor de Letras Modernas y hasta ahora había publicado dos libros de cuentos, Los días del padre y otros relatos (2006) y Certificado de convivencia y otros relatos (2007), y en 2008 obtuvo una mención en el Premio Clarín de Novela por Nivel medio. En La moza, Gaitieri vuelve a ubicar su relato en el ambiente que, al parecer, más le interesa: la intimidad, o lo doméstico. Como pasaba en la novela Derrumbe, de Daniel Guebel, el protagonista es un hombre al que su mujer acaba de abandonar (hace un tiempo, en un almuerzo, un importante crítico literario definió al divorcio como un lujo burgués: algunos se rieron, pero todos se quedaron pensando) y que se lleva de su casa a sus hijos y lo deja solo.
El relato de Gaitieri atraviesa la lenta degradación del protagonista (que se convierte en una especie de infectado en su trabajo de oficina, que espera al teléfono el llamado de sus hijos, que no sabe cómo comunicarse con el mayor, ya adolescente) sin demasiadas pretensiones, al hueso, como lo había hecho en los cuentos de su primer libro, de un realismo sórdido emparentado, si se quiere, con el de otro escritor contemporáneo, el chileno Marcelo Lillo. Pero en La moza hay espacio para algo fundamental que no había aparecido en su obra anterior y que lo salva: la ternura. Porque si bien todo lo que se pudre forma una familia, como escribió alguna vez Fabián Casas, a veces de lo podrido puede surgir algo nuevo: una segunda oportunidad.