COLUMNISTAS
maradona, la derrota y el sindrome del triunfalismo

Un país donde muchos necesitan ídolos, aunque sean de cartón

Miles de argentinos fueron a Ezeiza a vivar a Diego Maradona y sus jugadores y muchos más quieren que siga al frente de la Selección de fútbol, a pesar de su desempeño en el Mundial, donde fue goleada por Alemania en cuartos de final. Para el sociólogo Manuel Mora y Araujo, se trata de un vivo ejemplo del síndrome del triunfalismo que afecta a nuestra sociedad desde hace mucho tiempo. “Hoy parece chiste, pero no hace tanto tiempo se hablaba de la ‘Argentina potencia’”, recuerda. En su opinión, esa actitud niega la realidad y se refugia en ficciones como creer que a Maradona le fue bien en Sudáfrica.

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El triunfalismo es un rasgo en el que los argentinos nos renocemos muy bien. Somos el país con peor desempeño en el mundo en el último medio siglo –no sólo en lo macroeconómico, también en lo social, educacional y cultural–; pero muchos nos creemos en posición de dar consejos a los demás. Esto no es sólo de ahora ni de este gobierno. Solo un triunfalismo rayano en la demencia pudo llevar a las Fuerzas Armadas y a gran parte de la sociedad y de su dirigencia política a pensar que podíamos vencer militarmente a Inglaterra en las Malvinas.
Hoy parece chiste, pero no hace tanto tiempo se hablaba de la “Argentina potencia”, en serio. En Brasil se dicen o melhor do mundo, pero es en broma, allí se ríen cuando lo dicen; acá no lo decimos, pero lo creemos.
El triunfalismo desatado con el regreso de nuestro Seleccionado del Mundial de Sudáfrica es menos dramático, pero por eso mismo más sorprendente.

Lo que se dice. Justificando el brote de triunfalismo negador que asomó en la sociedad el día del regreso del plantel de Sudáfrica, se dice que estos muchachos, y su director técnico no tan muchacho, dieron todo de sí y eso merece nuestro aplauso entusiasta. Los jugadores dieron todo de sí; hasta quienes estuvieron en el banco dieron mucho –algunos de ellos bien pudieron estar en el campo–. Pero no obtuvieron buenos resultados.
Se dice que a Maradona hay que perdonarle todos sus errores estratégicos y tácticos en este Mundial –Eliminatorias incluidas– en mérito a las alegrías que nos brindó durante su carrera de jugador activo. Y que en este Mundial demostró liderazgo y supo contener afectivamente al equipo.
Se dice que el plantel dio todo de sí y no consiguió un buen resultado por factores fortuitos. Se dice que una derrota por 4 a 0 puede ser producto de un mal día, de una contingencia desafortunada. Se le pide a Maradona que por favor “aguante” y se le expresa gratitud; que vale más la intención que el resultado. Se dice que los jugadores están deprimidos pero cuando se les pase, comprenderán que se merecen una recompensa. Se dice que con sólo unos pocos retoques demostraremos lo que somos. (¡Hace dos años lo venimos demostrando! Y sólo hubo retoques).
También se dicen cosas negativas; muchas de ellas las dicen los comentaristas de la prensa; otras, distintos voceros. Por ejemplo, se dice que “acá hay muchos intereses en juego”. Se dice que Maradona está donde está porque es un negocio de Grondona.
Lo que se dice siempre es la otra cara de lo que no se dice. La otra cara del triunfalismo es que el desempeño argentino en el Mundial no es ejemplo de nada y no merece nuestro aplauso. Los jugadores son muy buenos y eso es mérito de ellos; pero perder como se perdió no es un mérito.
A Maradona hace tiempo que no hay que perdonarle nada, aunque no por eso habremos de olvidar su trayectoria excepcional cuando jugaba en la cancha. Por esa trayectoria merece un sitial –de hecho, lo tiene en todo el mundo– pero no está para que admiremos su conducta ni su vida ni mucho menos para que se depositen en él desafíos y responsabilidades que no está en condiciones de ejercer.
Perder 4 a 0 en cuartos de final de una Copa del Mundo no es fortuito, no es producto de contingencias desafortunadas; es una evidencia de lo que no funciona, que se pone de manifiesto no ante rivales de menor jerarquía sino en las situaciones más exigentes. El Seleccionado ya había sufrido en las Eliminatorias goleadas bochornosas; tampoco demostró nada rescatable en los amistosos previos al Mundial. Haber sufrido esas derrotas es el resultado del pertinaz mantenimiento de los errores y la falta de criterios razonables para armar un equipo ajustado a los recursos con los que se cuenta. No son aspectos menores que se mejorarán con una pequeña corrección.

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Lo que subyace. La abnegación, el espíritu de lucha, el esfuerzo sin límites buscando un resultado o un objetivo son conductas que a veces mueven a la admiración. El triunfalismo no es eso, es negación; y la negación de lo que sucede no es admirable, como tampoco lo es no pelear hasta el final, no rectificar el rumbo cuando se advierten errores, no estar a la altura de las circunstancias.
El triunfalismo después de la derrota es un reflejo de una sociedad que no premia los resultados sino la picardía y las ventajitas; que no recompensa a sus estudiantes esforzados ni castiga a los haraganes; que no exige a sus docentes ni los evalúa, que convive con ñoquis en la administración pública porque finalmente ellos engrosan los ingresos de muchas familias; que no jerarquiza a sus empleados; que no considera esperable que lo que la gente cobra por su trabajo esté asociado a su productividad. Muchos argentinos vivimos de apariencias e ilusiones. Muchos, muchísimos argentinos, necesitan ídolos, aunque sean ídolos de cartón. No buscan personajes paradigmáticos de algunas virtudes sobresalientes, sino prototipos exagerados de la viveza criolla, de la seducción, del carisma, de la transgresión y de algunos virtuosismos individuales. En la línea de nuestros héroes frecuentemente semimarginales –al menos en el plano de los valores morales y cívicos– hoy está Diego Maradona. Fue un futbolista excepcional, pero tanto como su virtuosismo en el juego se recuerda su memorable gol con la mano de Dios, su episodio en el Mundial de Estados Unidos, sus arrebatos con armas de fuego ante periodistas que lo molestaban, sus varios períodos de cura con pronóstico reservado, sus reacciones inamistosas y muchas veces groseras en las conferencias de prensa.
Lo que subyace es un patrón recurrente en la conducta colectiva de los argentinos: el vaivén sin límites, de exageración a exageración entre los extremos, que llevó a que gran parte de la población abjurase de Maradona a partir de su insólita designación al frente del Seleccionado, a que maltratase a Messi por su desempeño declarado inefectivo, a perder toda estima en el equipo que parecía encaminado a no clasificarse, y llevó luego, ya en Sudáfrica, a que por unos partidos deslucidos pero con buenos resultados se restituyese el triunfalismo y de nuevo la exaltación del supremo conductor Maradona. Hasta el punto –tan incomprensible que justifica este tipo de análisis– de ensalzar su fracaso y reclamar su coronación virtual como rey de… La “derrota honrosa”.

La vuelta del Mundial y la política. Muchos piensan que esas cosas se justifican o toleran por razones políticas. La intervención de la Presidenta sin duda politizó esta historia. Pero una cosa es lo que dice o hace la Presidenta y otra, lo que piensan y dicen los demás. Hay quienes creen percibir una historia lineal: parten de una premisa anterior, que si la Argentina hubiese terminado este Mundial más dignamente, eso habría beneficiado políticamente al Gobierno. Algo que está lejos de ser evidente. Cierto, muchos imaginaban la escena culminante de la película: Cristina y Maradona, saludando desde un balcón de la Casa Rosada a las masas desbordantes de exitismo; y, después, el final –feliz para el oficialismo, dramático para los opositores– de una cosecha de votos en octubre de 2011, proporcional a ese brote de entusiasmo desbordante. Esa historia que algunos perciben no tiene fundamento. ¿De dónde se concluye que millones de personas que hoy no están predispuestas a votar al oficialismo cambiarían sus propias percepciones y sus valoraciones de este gobierno porque al Seleccionado le hubiera ido bien en Sudáfrica? ¿Mejoró en algo la imagen del gobierno de Alfonsín cuando la Argentina ganó el Mundial de México? ¿Mejoraron las perspectivas del gobierno militar en 1978, campeones jugando de locales, multitudes enfervorizadas –y aquellas sí eran multitudes espontáneas–?
Los éxitos y los fracasos deportivos producen fuertes impactos en el ánimo colectivo –generalmente, por poco tiempo–. Que influyen en los procesos políticos es una conjetura muy difundida pero poco plausible. Que el Gobierno argentino, que todavía no encuentra el camino para consolidar su posición electoral –hasta ahora insuficiente para aspirar a un triunfo seguro en 2011– pueda haber imaginado que el Mundial le caería como un regalo del cielo, sobreestimando sus eventuales efectos, es posible; y que, en ese camino, haya tenido un fugaz destello de ilusión en que, contribuyendo a la idealización de Maradona, también la derrota podría ayudarlo. Pero si en el Gobierno se pensó así, se pensó mal. No hay evidencias de que eso suceda. Y en sectores opositores al Gobierno se pensó lo mismo.
Parece evidente que la mayor parte de los jugadores que integraron la Selección nacional volvieron desanimados y no se sienten triunfadores de nada. Posiblemente muchos argentinos están genuinamente convencidos de que perder 4 a 0 en los cuartos de final es encomiable, que jugar mal todos los partidos es digno de admiración y que la penosa –y casi milagrosa– clasificación en las Eliminatorias es algo memorable. Son argentinos que padecen el síndrome del triunfalismo, como tantos los ha habido. La Presidenta, por lo que parece, busca capitalizar los sentimientos de esa parte de la Argentina. Los barrabravas que fueron a Sudáfrica y fueron expulsados de allá, los que fueron a Ezeiza a esperar el regreso con estrépito, son parte de esa Argentina.
Pero nada de eso alcanza para anular la realidad: la Argentina fracasó estrepitosamente en Sudáfrica, no tiene nada que celebrar. Y muchísimos argentinos lo ven de esa manera.