Hay palabras que en Argentina han caído en desuso. O, lo que es peor, tienen pésima reputación. Diálogo, por ejemplo. Pacto. Acuerdo. Ni qué hablar de alianza, que seguirá por lo visto unida eternamente a la pesadilla de 2001, cuando el país descubrió que debían irse todos para que quedara sólo el peronismo. Desde entonces, la búsqueda desenfrenada de la uniformidad, asociada falsamente a la idea de coherencia, se convirtió en ambición nacional. El rotundo fracaso de la coalición radical-frepasista fue tan traumático que, al incendiarse el gobierno, las llamas consumieron también varios instrumentos básicos de la democracia moderna como la alternancia en el poder o la búsqueda de consensos.
Podría haber sido peor. Luego de esa crisis casi terminal el rescate no fue a través de un Mesías de uniforme, sino mediante mecanismos de relevo institucional. La hecatombe se llevó casi todo, pero quedaron en pie las urnas, el Congreso, el Poder Judicial y las libertades básicas. El orden, imprescindible para vivir en sociedad, no arribó luego de una guerra civil o de paredones ensangrentados. Fue menos costoso que en etapas históricas anteriores. La política se salvó por poquito de perder totalmente su sentido, que es lo que sucede, según Hannah Arendt, cuando “todos los problemas políticos particulares se precipitan en un callejón sin salida”. Pero quedaron secuelas aberrantes. Entre otras, la de considerar que sólo se puede gobernar con el poder absoluto de una fuerza vertical y disciplinada. El disenso se instaló como sinónimo de fragilidad, la contradicción como un síntoma, la discusión como una veleidad y la duda como jactancia, recordando la famosa expresión de Aldo Rico, un ex militar del tiempo de las cavernas. Después de un pequeño amague con la llamada transversalidad, ni Néstor ni Cristina Kirchner demostraron jamás la más mínima vocación por escuchar a los que pensaban distinto. Amigo-enemigo fue la marca que patentó el modelo. Esa lógica, no hace falta aclararlo, conlleva a la eliminación, aunque sea simbólica, del que saca los pies del plato.
Por eso no es de extrañar lo que sucedió la semana pasada con el meneado debate de los presidenciables. Un año y medio llevó organizarlo. Y todavía hay quienes discuten si era realmente necesario. ¿Para qué confrontar proyectos o ideas si se gobierna con el peso aplastante de las mayorías? “Yo creo que la fuerte discusión entre dirigentes no le mejora la calidad de vida a la gente”, declaró Daniel Scioli en un imperdible reportaje otorgado a un canal de televisión de Bahía Blanca. Es un concepto rayano con el absolutismo. El gobernador de Buenos Aires parece entrenado en un campo de trabajos forzados. Tantos años de obediencia debida deben haberle dejado secuelas insalvables. El debate entre dirigentes debería ser una de las fuentes en las que abreve la decisión ciudadana. La modesta pretensión de sumar pedacitos de verdad sería infinitamente más constructiva que la ambición de contar con un dogma de hierro, una verdad impuesta por el látigo de un jefe o una jefa omnisciente. “Si hay un dirigente previsible, confiable, coherente, ése soy yo, los demás no pueden decir lo mismo, están llenos de contradicciones”, reforzó luego el candidato del Frente para la Victoria. El aula magna de la Facultad de Derecho, donde se llevó a cabo el debate, hubiera sido una extraordinaria oportunidad para demostrarlo, le respondería un alumno del Ciclo Básico Común.
Conservadores. La idea de régimen (“el modelo no se negocia”) que ha propalado el discurso oficial de la última década es básicamente conservadora. Nada, ni siquiera la decisión soberana del pueblo, podría alterar “las conquistas” obtenidas. Esa matriz le ha impreso tal grado de personalismo a la gestión que las elecciones presidenciales transitan entre el dramatismo y el ridículo. Desde la prepotencia para dejar atado el paquete de la herencia incorporando empleados públicos por las ventanas, reventando a los auditores del Consejo de la Magistratura y vaciando las reservas del Banco Central, hasta la saturación de las pantallas y el sentido común con cadenas nacionales emitidas día por medio. La Presidenta no sólo habla mucho. También, canta, baila y utiliza el sistema oficial de comunicaciones para promocionar las candidaturas de su hijo y de su cuñada. Su despedida se ha convertido en un reality interminable.
De tanto en tanto, sin embargo, suena el despertador. “Les guste o no les guste, si el kirchnerismo quiere seguir teniendo poder, va a tener que votar a un menemista”, declaró esta semana uno de los propietarios de la alicaída marca de los noventa, Eduardo Menem. Se refería, claro, al ex motonauta. Por su parte, la señora de Bonafini no tuvo mejor idea que comparar los spots publicitarios del candidato oficialista con los de Il Duce Benito Mussolini. Un amor. Y algunas espadas del sciolismo, como Juan Manuel Urtubey o el ex funcionario del Fondo Monetario Mario Blejer no hicieron más que recordar que la olla está sin jugo y que, de llegar a la Rosada, DS deberá salir al mundo, sin pretensiones antiimperialistas, a buscar los dólares que el modelo dilapidó en sueños de eternidad. “Hay que pagar, tenemos mala imagen y nadie nos quiere prestar nada”, confesó el gobernador salteño al mencionar la cuenta pendiente con los fondos buitre.
No hay duda de que, más allá de las fanfarronadas propias de la campaña, y sea quien fuere el ganador, el ciclo que asoma será de laboriosa reconstrucción de un lenguaje común. No hay más lugar para el relato de la homogeneidad.
Los políticos han gastado demasiados recursos en demostrar que siempre estuvieron en donde jamás han estado. Quizá llegó la hora de rescatar algunas de las palabras que fueron arrojadas al fuego durante estos años de vanidades encendidas. Debatir, acordar, pactar. Verbos para construir un país realmente de todos. O, al decir de la chilena Michelle Bachelet, un país donde no sobre nadie.
* Periodista y editor.