A mediados de 1996, capitales holandeses y el ingeniero Alvaro Alsogaray impulsaban el proyecto de una aeroísla artificial en el Río de la Plata en reemplazo del Aeroparque Jorge Newbery y de Ezeiza. El presidente Carlos Menem simpatizaba con la iniciativa, que se perfilaba como uno de los tantos proyectos que harían de la Argentina un país del Primer Mundo.
Por esa fecha, acababa de asumir sus funciones el primer gobierno autónomo de la Ciudad de Buenos Aires, encabezado por Fernando de la Rúa. Consultado al respecto, el vicejefe, Enrique Olivera, respondió: “El gobierno no aceptará un proyecto que no sea debatido con los vecinos de Buenos Aires. El nuevo aeropuerto debería incluirse en el plan estratégico de la ciudad”.
Comenzaba una nueva etapa en la historia de Buenos Aires que, tras un largo siglo bajo la dependencia del Poder Ejecutivo Nacional, gracias a la reforma constitucional de 1994 estaba en condiciones de tomar las riendas de su destino. En esas nuevas circunstancias, Olivera puso toda su energía en la preparación de un plan estratégico urbano ambiental con una perspectiva de diez años. Dicho plan, elaborado por consenso entre el gobierno porteño y la oposición, fue presentado en 2000, cuando Olivera había sucedido a De la Rúa en la jefatura de gobierno. El plan, en el que intervinieron arquitectos y urbanistas, proponía entre otras novedades más calles peatonales en la zona céntrica, más líneas de subte, más espacios verdes y bicisendas, conexiones rápidas entre los barrios, valorizar el sur de la Ciudad y urbanizar las villas. El plan se aprobaría varios años después, y con una versión modificada.
Enrique Olivera solía hablarles a sus colaboradores de la utopía, es como la línea del horizonte, decía, al tiempo que uno la alcanza vuelve a alejarse. Esa idea de la acción política como utopía pacífica lo llevaría a impulsar su otro gran proyecto, la creación de los Centros de Gestión y Participación (CGP) y su corolario, las comunas, que simplifican trámites y mejoran la calidad de vida de los vecinos. Con respecto a la demora en la puesta en marcha del proyecto, observó: “Ocurre que descentralizar significa trasladar poder de un lugar a otro, y nadie quiere hacerlo”.
En 2000, debió ser el candidato natural a un nuevo mandato. No fue así. Ocupó la presidencia del Banco Nación y, en la crisis de 2002, aplicó toda su energía al Diálogo Argentino, que convocó a sectores políticos, sindicales, empresarios y religiosos para encontrar soluciones que evitaran mayores sufrimientos a la población (de allí surgió la iniciativa del Programa Jefas y Jefes de Hogar).
Nacido en hogar patricio, descendía de auténticos pioneros del progreso rural y, como sus ancestros, fue un hombre moderno que aunó la mirada global y la acción barrial. Trabajó primero en el mundo de la empresa. Llegó a la política cuando se recuperó la democracia, en la presidencia de Alfonsín, quien le encomendó gestiones ejecutivas. Más tarde fue diputado nacional, vicejefe y jefe de Gobierno, legislador de la Ciudad y, últimamente, presidía el Jockey Club. En todo dejó la huella de su invariable vocación de servicio y de un estilo caballeresco, caracterizado por el buen trato y la práctica invariable de la amistad. Hombre de principios y de creencias firmes, no separó la política de la reflexión intelectual y de la ética. Eso explica que saliera de la función pública con menos recursos económicos que al ingresar. Su profunda fe católica, y la sólida familia que fundó con María Carbó, lo ayudaron en su penosa enfermedad y convirtió el final de sus días en ejemplo de entereza.
Me honro en recordarlo como a un grande, un humanista y un patriota que pensó en la ciudad del futuro sin descuidar la mejor tradición porteña y argentina.
*Historiadora.