La foto del vicepresidente Amado Boudou montado sobre una Harley Davidson –su moto predilecta– paseando por las calles de Brasilia mientras Cristina Fernández ingresaba a la Fundación Favaloro para que le hicieran una pequeña trepanación de cráneo marca, quizá como ninguna otra imagen, las dos caras del poder en la Argentina. La frivolidad y el drama son, desde hace por lo menos veinte años, piezas infaltables de una escena nacional que serpentea entre el cinismo y la mentira de unos y el hartazgo y el descreimiento de muchos.
Desde los tiempos de Carlos Menem, la política jamás pudo recuperar su rol como ciencia destinada a administrar con racionalidad la cosa pública. Una y otra vez, dejando de lado esa breve y frustrante experiencia del gobierno de la Alianza (inclasificable como experimento de poder) y las sucesivas gestiones provisionales que siguieron al estallido de 2001, las opciones políticas que la ciudadanía construyó –o dejó que otros construyeran en su nombre– estuvieron signadas por la bipolaridad entre los discursos marquetineros y el país real sumergido por la desidia y la corruptela. Durante la ahora denostada década del neoliberalismo, bajo la promesa de engancharnos al tren del Primer Mundo, se desperdició alegremente una coyuntura mundial que otros países, por ejemplo Chile, aprovecharon para generar bases de un desarrollo que, aunque socialmente injusto, sentó al menos pilares para cierta modernización de las estructuras productivas. Mientras otras naciones construían capitalismo, la Argentina bailaba al compás de un consumismo descontrolado y farandulero. Dilapidaba, al decir de Raúl Alfonsín, “las joyas de la abuela” para disfrutar de un presente insustancial sin calcular que el futuro suele quedar más cerca de lo que los miserables suponen. El resultado se verificó con patetismo en diciembre de 2001, cuando un país desquiciado festejó con altanería un nuevo fracaso histórico: ver a un presidente constitucional salir en helicóptero del lugar donde el voto lo había colocado apenas dos años antes.
El kirchnerismo es hijo de aquel colapso. Tuvo un hábil constructor de poder, un hombre de una audacia ilimitada que supo recomponer el orden económico, atenuar los conflictos sociales y rescatar de la clandestinidad a la clase dirigente que se había hundido con De la Rúa. Pero, luego de amagar con la transversalidad (una imprecisa forma de llamar a una coalición), optó finalmente por cerrar filas para armar una férrea y temible estructura de mando que sólo incluía su voz y la de su esposa. En lugar de construir instituciones, de ampliar el tejido de alianzas, de fortalecer la vida política y revitalizar los partidos, optó por edificar un gigante de hormigón sostenido sobre columnas de obediencia, temor y seguidismo. Terminó, finalmente –otra vez a contramano de nuestros vecinos más exitosos de América latina–, abrazando un populismo demodé, montando un relato sectario y desperdiciando otra buena oportunidad mundial para colocar a la Argentina de cara a la modernidad.
Las consecuencias están a la vista. A Néstor Kirchner le costó la vida y a su sucesora, heredera de la misma concepción de poder, la salud parece indicarle en estos días que los límites existen, aun para aquellos se sienten imprescindibles. Pero, más allá de los dramas humanos que se ventilan cuando asoma la fragilidad de los cuerpos, cuando la épica se rinde ante una pequeña gota de sangre mal alojada, lo que la enfermedad presidencial exhibe son, nuevamente, las carencias de un país que no termina de asumirse como continuidad. Un país que no pude vivir con normal preocupación ni siquiera la enfermedad de un jefe de Estado. Porque detrás de ese gigantesco poder personal, en realidad, no hay casi nada.
* Periodista y editor. Miembro del Club Político Argentino.