De las innumerables deformaciones que han ido soportando los medios de comunicación en las últimas décadas –disculpen el viejazo de colocar a las redes sociales como recurso periodístico al tope de ellas–, la autorreferencialidad es una de las que me considero incapaz de evitar.
A veces se me escapa y la reprimo a tiempo. En ciertas ocasiones me engaño creyendo que es interesante para el prójimo que quien le habla o escribe pueda dar fe de haber estado aquí o allá. Como si la condición de testigo, por sí sola, fuese a convertirte en alguien idóneo en el tema que se esté tratando.
En la mayoría de las circunstancias, cuando de fútbol trata el asunto, disfrazo esa autorreferencialidad para defenderme de ciertos desprecios. Periodistas, protagonistas y, especialmente, hinchas del fútbol suelen apelar a la descalificación cuando ciertas opiniones les molestan. Entonces empiezan a acusarte de “generalista” –entiéndase como tal a la persona capaz de hablar de algo más que del menú del almuerzo de los jueves de un equipo del Argentino B– y terminan mandándote lejos: “¿Ahora también sabés de fútbol? Andá, seguí hablando de lanzamiento de la garrocha, vos”, me han dicho alguna vez. Y ni siquiera me dejaron explicar que con la garrocha se salta y que lanzarla sería un auténtico fracaso.
Deformes ellos, que creen que minimizan tu opinión alegando que, como te interesan el básquet y el curling, no podés hablar de fútbol; en realidad, sólo están asumiendo su ignorancia, claro. Y deforme yo, que me la paso hablando en primera persona y contando haber estado aquí o allá con la sola intención de gritar al mundo que, al fin y al cabo, soy futbolero como el que más. Y que, además, ejerzo esa condición mejor que muchos, que son incapaces de disfrutar de un segundo del juego más amado si no es su equipo favorito el que está jugando. Por cierto, con 31 años de profesión y otros 15 como acompañante activo de padre periodista, lo menos que podría haberme pasado es haber estado en algún que otro lugar interesante.
Sirva esta perorata para justificar este nuevo ataque al buen gusto periodístico que es contarles que yo estuve en la cancha de River el 19 de diciembre de 1971. También estuve en el Monumental la noche del 18, cuando San Lorenzo le ganó a Independiente 9 a 8 por penales una semifinal de Torneo Nacional que terminó 2 a 2 en los noventa minutos gracias a un gol de cabeza del Lobo Fischer sobre la hora. Pero el mediodía siguiente fue otra historia. Fue, muy a mi pesar, el único clásico rosarino que vi en la tribuna. En realidad, lo vi sentadito en una butaca de cemento justito delante de la vieja cabina del antiguo Canal 7, desde donde Gañete Blasco relataba y Macaya comentaba el partido de cuya transmisión mi viejo participaba desde el campo de juego junto con César Abraham. Tenía apenas 8 años y recuerdo mucho más del partido del sábado por la noche que del domingo, registro yo, poco después del mediodía o muy temprano por la tarde. Es que la semifinal que ganó el Ciclón dejó la huella de un partido mucho más entretenido que el de Central y Newell’s. Pero puedo asegurar, y tengo testigos, que estuve en uno de los dos clásicos más trascendentes de la rivalidad que, para mi gusto, mejor representa la pasión argentina por este juego (¿cómo ignorar, en nombre de los de Newell’s, el 2 a 2 del Metro ‘74 que les dio el primer título?).
Creo que una gran asignatura pendiente en mi vida de periodista y de hincha de fútbol es no haber visto uno de estos clásicos o en Arroyito o en el Parque Independencia. Me la debo. Y sospecho que me la seguiré debiendo hasta tanto no podamos torcer el rumbo de la impudicia y la imbecilidad.
Esta tarde nos maravillaremos seguramente con el colorido de un estadio repleto de hinchas, de camisetas y de banderas… de un solo equipo. Tan deforme como el resto del fútbol argentino, Rosario recupera su clásico –insisto, para mí, el clásico más clásico del país– pero decidimos que la fiesta no puede ser compartida. Como cada partido de estos tiempos, la circunstancial condición de hincha visitante convierte a su pueblo en una gigantesca lista con derecho de admisión, sólo porque nadie se anima a armar esa lista que excluya de verdad a los que nos roban la fiesta.
Me cuesta salirme de esa indignación cotidiana que me acelera el pulso cuando amanezco con la certeza de que ya asumimos como normal que se pueda ir a la cancha a matar un tipo pero te multen con todo el peso de la ley si te disfrazás de fantasma o de Oso Arturo. Entonces caigo en la ingratitud futbolera: no puedo pensar en Russo o en Berti, en Bernardi o en el Chino Luna cuando esa misma provincia donde balean impunemente la casa del gobernador destina 1.200 policías a cuidar un estadio al que sólo accederá público local y otros 800 efectivos a controlar lugares estratégicos de Rosario, como si se tratara de evitar una guerra civil entre partidarios de Juan Carlos Baglietto y Eduardo van der Kooy.
Intento explicar que Central y Newell’s no atraviesan momentos similares. Más allá de que uno ganó el torneo de ascenso al mismo tiempo que el otro se consagraba como el, por lejos, mejor equipo de nuestro fútbol, la institucionalidad tampoco los encuentra de la mano. Mientras por Arroyito hay quienes ya empiezan a discutir si los que están son sustancialmente mejores que los que se fueron, en el Parque nadie en su sano juicio podría discutir a Lorente respecto de Eduardo López. Sin embargo, ambas instituciones van de la mano en su gesta de sostén irrestricto de los barrabravas. Como todos los demás clubes de nuestro fútbol, dirá usted con mucha razón. Pero con una influencia de los violentos tan grande que coloca a los rosarinos entre los equipos líderes en una imaginaria lista negra del robo, la agresión, la extorsión y la muerte, diré yo también con mucha razón.
Habrá noventa minutos que tendrán su verdad rabiosa. Y los de Russo intentarán trascender neutralizando al que, aun sin Martino –y sin Scocco ni Vangioni–, sigue siendo el mejor conjunto argentino. Los de Berti llegarán al Gigante con la entrañable ilusión de sublimar la armonía de señores que se pasan la pelota entre sí justamente en la casa de ese enemigo enorme.
Un enemigo enorme al cual ojalá algún día le adjudiquemos el lugar que le corresponde: el del adversario que mejor nos califica. Newell’s no sería Newell’s sin un Central en el camino (y viceversa, claro). Y aunque nos desesperemos por ganarle y verlo rendirse ante nuestra superioridad, nada sería mejor que asumir que un adversario en un clásico es un adversario imprescindible para certificar nuestra grandeza.
Pero, qué va. En un fútbol que ni siquiera es capaz de defender a sus hinchas nobles, hablar del juego puede ser un ejercicio vacío, torpe, ajeno a una realidad que nos aleja cada vez más de los estadios.