Las declaraciones de la presidenta electa de Brasil, Dilma Rousseff, en diálogo con la prensa internacional (cuando acompañó a Lula a Seúl para la reunión del G20), encendieron diversas luces en tableros vecinos y remotos. La situación actual del real frente al dólar “no es buena para el país”, evaluó Rousseff por entonces. Y remató: “Vamos a tener que mirar cuidadosamente y tomar todas las medidas posibles”. El analista Walter Molano opina que la devaluación es posible: “Es un tema urgente para Brasil. Las empresas están sufriendo mucho y el país tiene un déficit en cuenta corriente enorme. La única alternativa es hacer un ajuste fiscal para frenar la demanda interna”.
Ultimamente, José Afonso Mazzon –profesor en la Universidad de San Pablo y consejero de Lula– dijo tener la “absoluta certeza” de que el gobierno de Rousseff no va a devaluar. Dicho lo precedente: ¿desea o no Brasil devaluar su moneda? ¿Súbita o progresivamente? ¿Cuáles serían las consecuencias económicas para ese país, para la región y para el mundo si lo hiciera? Son preguntas que es pertinente intentar responder sin alarmismo alguno.
El tema excluyente de la reunión de Seúl fue la devaluación implícita resuelta por la Reserva Federal de los Estados Unidos –país que explica más del 20% del producto bruto mundial– al inyectar 600 mil millones de dólares en su economía. La vía elegida por la Fed es la compra de bonos del Tesoro a tenedores particulares, lo que tiende a elevar su precio y por lo tanto a disminuir su tasa efectiva de interés, testigo a su turno para otras tasas de interés de la economía (por ejemplo, hipotecas).
En el contexto de la “guerra de las monedas”, la decisión es vista por China, Brasil y otros países como un misil de efecto devaluatorio para el dólar. Razones no faltan: los tenedores de bonos del Tesoro que se hacen con efectivo, en un contexto de progresiva devaluación del dólar, pueden volcarse a activos no monetarios, lo que realimentaría el ciclo “depreciación del dólar/aumento de precio de activos como las commodities”, por ejemplo. De hecho, los mercados nos muestran un cambiante sube y baja, donde en una punta se sienta el dólar y en la otra el euro y otras monedas, pero además las commodities y las acciones. La cultura inflacionaria de los argentinos hace tiempo que incorporó la obvia correspondencia entre la depreciación del peso y la suba, cada uno a su arbitrio, de los distintos activos. Pero peor aún, los mercaderes de bonos también pueden volcarse a activos de los países emergentes, que es lo que está pasando en Brasil, con la consiguiente apreciación de la moneda local que conlleva la entrada de capitales.
Para Dilma, es correcto lo que hace China, que sosteniendo la relación entre el dólar y el yuan (su moneda), que se aprecia cautelosamente, conserva competitividad exportadora.
¿Quién es el culpable de este remolino? George Soros apunta que “los desequilibrios de los Estados Unidos son la imagen especular de los de China. Mientras China enfrenta la amenaza de la inflación, Washington está ante el riesgo de una deflación”. Añade que el consumo norteamericano es demasiado alto: casi el 70% de su PBI, y el país necesitaría estímulo fiscal para aumentar la competitividad en lugar de la llamada “asistencia cuantitativa” en política monetaria (los 600 mil millones mentados), que ejerce una presión ascendente sobre todas las monedas, menos el yuan.
El actual ministro de Economía brasileño, Guido Mantega –continuaría en el cargo– sostuvo que una cotización de 1,7 real por dólar no era satisfactoria. Acaba de declarar que se seguirá evaluando la situación, pero agregó que no veía “la necesidad de nuevas medidas”. El viernes 19, la cotización de un dólar equivalía a 1,72 real. Siendo tan ínfima la apreciación del real, cabe preguntarse si no habrá estado detrás del cambio de posición del ministro la conducción política de Lula.
El presidente de Brasil, cuyo objetivo de disminuir la inequidad se vino cumpliendo a paso lento pero seguro (el programa Bolsa Familia es puesto como modelo por organismos internacionales como la OIT), concilió durante su mandato un desarrollo industrial sostenido con una moneda fuerte. El economista Ricardo Arriazu apunta a que todo país que creció lo hizo con una moneda fuerte.
El lobby devaluacionista argentino tiende a extremar la amenaza de un abaratamiento significativo del real, hipótesis que en general no es compartida por los analistas. Una “devaluación competitiva” del real acarrearía un perjuicio para los países más relacionados con Brasil. El economista uruguayo Gabriel Oddone subraya que el porcentaje de las exportaciones de su país hacia Brasil ha crecido el doble durante los últimos años respecto de lo que aumentó el de otros socios. Luego de subrayar que el déficit fiscal brasileño y el superávit de su balanza comercial se han deteriorado en el mismo lapso, concluye que Brasil se ha transformado en uno de los países más caros del mundo y que una devaluación del real sería trágica para Uruguay.
Mario Blejer, por su parte, anota que en la “guerra de las monedas” el primer factor es la expansión monetaria norteamericana: la base monetaria se triplicó. Estos dólares fluyen al sistema y tienden a apreciar las otras monedas. Brasil se ve obligado a poner un freno al ingreso de capitales, lo cual –sostiene– ayuda a la Argentina. “Es como si devaluara.” El impuesto a la compra de bonos cariocas pasó del 2% al 6%.
Es necesario precisar que el contexto económico no es el mismo que el de la devaluación brasileña del ’99 y que hoy el mercado está presionando la moneda en dirección opuesta. Según numerosos especialistas, Brasil está dentro de un flujo caudaloso de inversión proveniente de países industrializados que buscan rentabilidad. Una devaluación provocada aumentaría la inflación y en ese escenario el flujo de inversión se multiplicaría y con él los efectos.
Los espasmos de los que da cuenta esta nota son parte de un paquete de indicadores que señalan que la crisis económica global, lejos de estar quedando atrás, amenaza con apoltronarse, y que las relaciones de fuerza mundiales no están en un equilibrio que prometa durar sino en un desequilibrio que presagia novedades, no necesariamente agradables pero seguramente de magnitud.