La escena de la conferencia de prensa de Ignacio Hurban (no deberíamos llamarlo Guido Montoya hasta que él mismo no lo asuma) cierra la elipsis abierta en 1978 cuando su madre lo tuvo esposada a una cama del Hospital Militar. Entre esos paréntesis hay una pausa de 36 años con una realidad y una ficción. La ficción es la de Estela de Carlotto y su familia, preguntándose durante todo ese tiempo dónde estaría el bebé que Laura Carlotto llamó Guido, en manos de quiénes, con la anuencia, el silencio y la contribución de qué colaboradores del sistema represivo capaces de sostener un mercado negro de recién nacidos.
La realidad fue la que Ignacio Hurban vivió con sus padres adoptivos que, según el juicio que surge de su recuerdo, fue una temporada de amor y felicidad. Treinta y seis años de una vida sucedida en un lado cuando debió haber sucedido en otro. La monstruosidad de la dictadura en este rubro específico (apropiación y cesión furtiva de bebés) es la de darles a las víctimas y a sus beneficiarios un sistema invertido de ficciones y realidades. A la familia Carlotto le tocó la experiencia entre aterradora y esperanzada de imaginar la vida del niño sin quienes lo concibieron. Su pregunta de estos años fue: ¿dónde estará Guido? A los Hurban, la de encontrarse con una hermosa vida de amor filial detrás de la cual latía un relato gore de Estado, más la pregunta del momento: ¿dónde estuvo Ignacio? El daño es, por supuesto, doble o triple. Lo sufre en primer lugar el hombre al que después de muchos años le dicen qué niño fue, el nombre que tuvo y la modalidad en que masacraron a sus padres. Luego lo sufren tanto la familia que se beneficia con el reencuentro (pero que en ese mismo acto no puede no evaluar todo lo que se perdió en esos 36 años) como la familia adoptiva que recibe un shock simultáneo de verdad y melancolía, e introduce oscuridad en su cuento de hadas.
Este formato de destrucción que lleva casi cuatro décadas de vigencia y es la prueba de que las injusticias del pasado, como la radiactividad, operan más allá de sus explosiones, surge del concepto de “desaparición”. El daño nunca está más presente que cuando reaparece de golpe lo que no estaba. Los desaparecidos nunca estuvieron más presentes que cuando el Equipo Argentino de Antropología Forense encontró los cadáveres enterrados como NN en fosas comunes; y los bebés robados nunca estuvieron tan cerca de su tragedia como cuando Abuelas de Plaza de Mayo comenzó a recuperar a sus nietos. En esos momentos, la dimensión de la violencia empleada llegó –llega– a su máxima expresión por medio de un ajuste por actualidad, y nos hace sentir que hay días en que la dictadura sigue sucediendo hoy.
¿No hay algo de unción papal un poco demoníaca en ese hecho por el que una persona, de un día para el otro, pasa a llamarse de otro modo y a ser otra cosa? Sin embargo, la soltura de Ignacio Hurban en la conferencia junto a su abuela, tranquilizando al ambiente y a su vértigo, tuvo el tono justo de una inteligencia que no quiere sufrir. Está “procesando” el hecho y preparándose para que el daño que le hicieron llegue hasta ahí nomás.
*Escritor.