Rogue One llegó como regalo navideño para fanáticos de Star Wars. Fueron a verla en familia a un cine acondicionado especialmente con dos filas de butacas que se movían (vibraban, se inclinaban) según los pormenores de la película. Ni eso evitó el pesado sueño que le sobrevino a los quince minutos de comenzado el derivado berreta y que lo atenazó hasta bien avanzada la película.
Era obvio: ningún subproducto de la saga puede estar a la altura de la nave nodriza o hacerle sombra (intuyó que el contrato diría que sólo pueden actuar en ella muertos dibujados y personajes que serán liquidados impiadosamente). La película es protocolar, fría como el hielo, el argumento es previsible y plagado de agujeros, y en el casting y diseño de personajes sólo se destaca Diego Luna (¡un héroe mexicano intergaláctico!). El asunto familiero que tanta rentabilidad le asegura a Hollywood estaba un poco tomado de los pelos (la Estrella de la Muerte se llamaba así porque un padre científico le decía a su hija, protagonista atónita de una película que nunca debió existir, cuando era niña: “Estrellita”, o algo así).
El cine estaba vacío y las funciones posteriores habían sido suspendidas, probablemente porque no habían vendido ni dos entradas, probablemente por la huelga de controladores aéreos que manejaban las butacas, qué podía importarle: bravo por los espectadores ausentes, mal por él, que va al cine una vez al año, a dormir zarandeado por un carrito traído de Disneylandia.
Hacia el final (se había despertado de pésimo humor) hay unas penosas escenas en las que un cable no llega hasta el enchufe y en las que el botón principal que hay que accionar queda a veinte metros del edificio donde están refugiados los héroes, sólo para que un chino ciego pueda caminar entre las balas amparado por el escudo protector de la Fuerza, de comportamiento siempre caprichoso.
Pero durmió y soñó. Soñó que en el mundo había científicos bien pagos y que los presupuestos estatales destinados a la investigación se respetaban y se incrementaban según las promesas de campaña. Sonó que los jóvenes que trabajan con él accedían a las carreras en el Conicet para las cuales tenían méritos más que suficientes y que liberaban posiciones laborales que él podía ofrecer a jovencísimos que necesitaban juntar antecedentes para cuando les llegara ese trance. Soñó que ningún docente universitario tenía que mirar con desesperación el saldo de su cuenta para saber si podría comprar regalos de Navidad para sus hijos. Soñó que un presidente que entregaba premios a científicos en la Casa Rosada escuchaba el justo reclamo de los premiados en relación con el sistema de becas y el amparo de las vocaciones científicas se levantaba y firmaba un decreto que los salvaba de ser esclavizados por el Imperio: su regalo fue un sueño.