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Un toro en la ciudad

Quienes tengan la costumbre de patear las cosas para adelante diciendo “el día que las vacas vuelen” acaso deban empezar a preocuparse.

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Quienes tengan la costumbre de patear las cosas para adelante diciendo “el día que las vacas vuelen” acaso deban empezar a preocuparse.
De vacas por ahora no se sabe nada, pero parece que en la zona de Congreso hay un toro inflable al que en cualquier momento bien podrían remontar. Se lo vería a la distancia en ese caso, porque mide diez metros de alto por siete de ancho, es azul como los amaneceres y dos grandes cuernos blancos coronan su testa.
Es mascota y por lo tanto tiene un nombre: se llama Alfredito. ¿Alfredito, por José Alfredo Martínez de Hoz? No, no, no; o no necesariamente. Se llama Alfredito por Alfredo De Angeli, el líder de los ruralistas en conflicto. Y es que fueron los ruralistas, precisamente, los que lo llevaron hasta la Plaza de los Dos Congresos, desatando así una “guerra de mascotas” dentro de la “guerra de las carpas” que ya se había desatado.
Debieron soplarlo sin duda durante horas y sin resuello, hasta hincharlo de imponencia. Del otro lado no trepidaron en inflar dos grandes pingüinos y echarlos muy pronto a volar, a manera de réplica o de contraargumento.
Los porteños en general no tenemos otro contacto callejero con el mundo de los animales que el de pisar cacas de perro por todas partes y a toda hora. En los barrios vemos caballos, que tiran carros que arrastran pobres. Y no mucho más que eso: lo demás en el zoológico. Pero en un cuento de Esteban Echeverría leímos que un toro furioso se soltaba en un matadero y embestía embrutecido derechito a la ciudad. Era un horror, era el horror: que ese mundo rural tan cercano, que con aguas y con barro se estaba ya derramando sobre el lustre de la ciudad moderna, hiciera lo propio pero lanzando hacia las calles la amenaza cierta de un animal rabioso. ¿Será ese toro que Echeverría vio largarse, allá en 1840, desde el suburbio hacia Buenos Aires, el mismo que ahora parece haber por fin llegado, ya manso por el paso de un siglo y medio, pero expresando todavía la advertencia de lo que el campo es capaz de hacerle a la ciudad, si se desborda