Tendría que escribir sobre la actualidad: la crisis del PRO, el paro docente, la metáfora de la implosión que Asís acaba de sustituir por “evaporación”, la vaporosa Presidenta tendiendo su mano a Cobos el domingo y el martes a la Mesa de Enlace, la lluvia y el consecuente fin de la sequía. Pero debo explicar lo del neolítico.
Comenzó por azar: en una discusión, o un reportaje –no puedo recordarlo–, afirmé que la utopía más realizable no era la del imperio universal, ni la de la democracia pacífica y mucho menos la del socialismo, sino la de un retorno caótico al Neolítico. Caótico, por cuanto la realización de mi fantasía –mi profecía, mi utopía– padecerá décadas, generaciones y tal vez siglos de convivencia con conocimientos, modos de producción, de vida y de pensamiento remanentes de la civilización universal industrial capitalista. Tal vez la del retorno sea la Gran Era de la Nostalgia por algo que sus habitantes imaginarán como la Edad de Oro perdida para siempre: nuestra época. Pero, con el tiempo, la nostalgia irá desapareciendo, como los restos obsoletos de nuestra orgullosa civilización. Contra el reciente pronóstico de Lovelock, de un 2100 que, por hambrunas y crisis sociales y climáticas, reducirá la población a menos de una séptima parte, viviendo en ciudades autosuficientes, muy europeas y sostenidas por la energía nuclear, apuesto a mi Neolítico.
Para la perspectiva de cualquier dios, sea uno de los maniáticos del Olimpo griego o uno de esos tres calcados por judíos cristianos e islámicos de la imagen de un padre violento, pero en el fondo bueno, la humanidad nunca terminó de asomar de los bordes del pozo del Neolítico, aquella era que, sumada a la que creemos habitar, ha ocupado menos del uno por ciento de la larga permanencia de la especie humana en el universo.
Con el Neolítico aparece todo lo que nos constituye y ojalá nos siga constituyendo: el asentamiento en la tierra, el cultivo, la domesticación de animales y plantas, la producción de herramientas y armas, las formas del orden y del poder estables, la previsibilidad anual de la vida, los medios de transmisión de la cultura y con ellos las artes y todo lo demás. Claro que nuestros herederos no contarán con medicina, justicia, pornografía, autitos, igualdad de género, música electrónica, vacaciones anuales ni con diarios ni con Internet. Pero quien pueda examinar su propia vida y seleccionar las mejores cosas que le ocurrieron coincidirá con que lo mejor de lo humano seguirá repitiéndose hasta en el peor de los entornos y que una leve regresión a formas aparentemente más primitivas no nos hará peores. Nada nos podría hacer peores.