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Una ausencia muy presente

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La semana pasada se cumplieron siete meses de la muerte de Rodolfo Enrique Fogwill, el último escritor maldito argentino (sin reemplazos a la vista). Hace un tiempo soñé, toda la noche, que mantenía una larga conversación con él. No es que antes de que se internara (se internaba él solo, últimamente, cada vez que se descomponía a causa de un enfisema pulmonar) nos viéramos tanto (solía llamarme de manera inesperada para hablarme mal de ciertos escritores, editores y suplementos culturales, y probablemente hablara igual de mí cuando conversara con otras personas: esa malicia, esa necesidad de intervención y discusión permanente lo hacía muy querido para algunos y muy temido para otros). Pero su voz y su mirada, con el tiempo, pasaron a ser una presencia y una compañía insoslayable. Lo importante –porque no es curioso– es que esa experiencia onírica no es algo que me haya pasado sólo a mí: en los últimos días, un poeta y traductor me contó que había soñado que caminaba por la calle con él, y que le decía que lo extrañaba mucho, pero en este caso, Fogwill era un fantasma que sólo él podía ver. Otro escritor, novelista y ensayista en este caso, también me dijo hace apenas unos días que tenía tantas ganas de charlar con Fogwill que decidió enviarle un mail a su correo electrónico. Al poco tiempo le llegó una respuesta: la casilla había sido deshabilitada.

Como se ha dicho muchas veces, Fogwill no era solamente el autor de libros implacables, lúcidos e irrepetibles como Los pichiciegos, Vivir afuera o Muchacha punk. Sus cuentos, novelas, poemas y artículos periodísticos eran apenas una parte de su obra. La otra –sus anécdotas, leyendas y polémicas–reaparece con toda su crudeza e ingenio cada vez que dos o tres escritores argentinos se sientan a una mesa. Según me contaron, Fogwill venía pensando en su muerte desde hace por lo menos dos o tres años (nadaba todas las mañanas, se cuidaba en las comidas, pero no había podido dejar el cigarrillo de manera definitiva nunca) y en el futuro de sus cinco hijos, dos de ellos menores de edad. Y tal vez esa haya sido una de las razones por las que se decidió a recopilar sus cuentos en un solo volumen en Alfaguara y reeditar –al parecer los contratos de sus libros se terminaban cuando estos agotaban una edición y, así, volvía a negociar y a cobrar los adelantos de esas obras– en El Ateneo, un sello nuevo, dos de sus mejores novelas.

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Quienes lo conocían un poco, sabían que Fogwill era, también, un atento consumidor de tecnología. Llevaba a todos lados su reproductor digital –lleno de música clásica, lieder y fotos suyas y de su familia– y tenía en su casa varias computadoras. Sus hijos se enfrentan ahora a la difícil tarea de abrir las carpetas y los documentos archivados en cada una de ellas (Fogwill podía ser cualquier cosa menos ordenado), y ver si allí no quedaron atrapados textos en los que estuviera trabajando. Hasta el momento, se sabe que existe al menos una novela inédita, de ciento veinte páginas, que Fogwill pensaba en su momento publicar en Interzona (su editorial de entonces). Se trata de un largo viaje en ómnibus que el protagonista hace para ver a una suerte de gurú que vive en un lugar llamado Flores. Tiene como título provisorio Boludos que hablan y está, al parecer, dedicada a Damián Tabarovsky, su editor en ese momento. ¿Habrá algo más dando vueltas en algunos de esos discos rígidos? No somos pocos los que esperamos que así sea.