Con la panza mirando al Atlántico, las noticias se ven diferente. Calculo que, mucho antes que uno, la clase dirigente argentina habrá hecho buen registro del dato y por eso se suele aprovechar esta época de relax y ninguneo para sacudirnos con un aumento de dieta, alteraciones de presupuestos, corralitos, corralones o imposición de candidatos. Lo cierto es que, entre adolescentes que infartan y mamás y abuelas que de la mano de flamantes siliconas se niegan al paso del tiempo y el vencimiento del colágeno, lo que llega a través de los diarios se lee desde otro lugar. Claro, pero distante; propio y ajeno a la vez, como si una tenue borrachera nos desinteresara de un tema que, a la vez, no podemos ignorar.
Es como que cuesta calentarse en serio por lo que, parece, se le viene encima a Mariano Carrera. Personalmente, no puedo abstraerme de mi sensación de que, en la altísima competencia, quien no salta con un positivo es porque hizo los deberes para que lo prohibido se disimule en tiempo y forma. Convencido de que alrededor del doping hay mucha más hipocresía que real voluntad de combatirlo, debo hacerme cargo de la bronca que me da el caso del aún hoy campeón mundial de los medianos. Carrera me parece un caso positivo en un negocio tan complejo como el del boxeo. Es un tipo que parece tener la biblioteca lo suficientemente en orden como para que, encima de dedicarse a un laburo que si no te cuesta la vida por lo menos te consume más neuronas que lo común, por lo menos su éxito de boxeador le rinda para tener un futuro lejos del drama de locura, alcohol, miseria, droga y hasta muerte que se repite demasiado a menudo en esta disciplina.
Es probable que, alrededor de este concepto, sobrevuele el prejuicio del pibe que viene de una clase media laburadora, con un gastronómico emprendedor como papá y una vocación de boxeador que Mariano adoptó como un camino para hacer algo con el físico, ya no para intentar salir del fango a las trompadas.
Lo cierto es que, hoy, no termino de comprender cómo es que se nos pasa de largo tan seguido este asunto de los controles. Un deportista profesional, dedicado a una disciplina individual, con tanto dinero en juego y tanto entorno que vive de ese dinero –pasa con pocos boxeadores, pero sucede con demasiados tenistas- no puede darse el lujo de no exigir que ese entorno cumpla las funciones por las cuales luego recibe un cheque. No existe que un deportista se automedique, ni existe la posibilidad de que el cuerpo médico y técnico de ese atleta no sepa lo que se toma. No me queda más alternativa que pensar que lo que hay es negligencia o “avaricia” a la hora de pagar a aquellos que se encargan de limpiar el cuerpo del deportista. Disculpe el eufemismo: hablar de limpiar un organismo cuando lo que se hace es eliminar el rastro de una sustancia prohibida tiene el rigor ético de una autopsia en vida. Pero, usted ya sabe, de vacaciones todas estas licencias son perdonables.
Por eso, me da pena pero no consigo ponerme del todo mal por lo de Mariano. Espero que sólo sea un rumor, que no haya sanción o que alguien se haya equivocado. Pero lo espero con una ansiedad distinta a la de un 10 de abril, un 13 de agosto o un 17 de octubre (con perdón de Madonna Quiroz).
A 6 de enero, y con la panza mirando al Atlán-
tico lo único que me calienta es no saber que las acacias provienen de Africa o que James Joyce fue el escritor irlandés que usaba una venda en un ojo. No puede ser que, con preguntas como ésas, Danny y Horacio nos ganen al Dottore y a mí el primer partido de Trivia de la temporada.