La confirmación del final de los grandes relatos legitimantes de la política es el principal mensaje implícito de una campaña electoral convertida en ejemplo de síntesis, inimaginable cuando Jean-Francois Lyotard anunció a fines de los años 80 lo que anticipó Michel Foucault a mediados de los 60 al advertir sobre los juegos del poder con el lenguaje o, para marcar distancia de sus predecesores, el ascenso de las subjetividades planteado por Gianni Vattimo en los 90.
Tal vez a simple vista abrumadora, excéntrica y hasta sobreabundante, la apelación a estos pensadores con puntos de vista críticos sobre la postmodernidad, se vuelve imprescindible para indagar sobre una eventual didáctica de la inagotable competencia electoral entre enunciados preformativos de la larga agonía del peronismo en la Argentina.
Lugar común en quienes se auto reivindican como legítimos herederos de un supuesto legado póstumo en litigio pero también para los que se le oponen en un heterogéneo arco ideológico. Como si fuesen víctimas de un maleficio para el que no hallan conjuro adecuado, parecen condenados a repetir de modo sistemático en sus discursos giros alusivos al ocaso de esa peregrinación en luto a la que terminan, si no perpetuando, al menos proveyéndole de una cuota imprescindible de público ávido de morbo.
Contendientes principales en el centro vital de la disputa, la provincia de Buenos Aires, Sergio Massa y Martín Insaurralde efectuaron su aporte personal a estas teorías donde los medios – en particular la televisión – surgen como eficaces catalizadores de una opinión pública que reafirma el carácter conservador imperante en la cultura política: los sondeos siguen siendo el canal favorito para expresar preferencias.
Fuera del hecho protocolar de no haber formalizado un debate ante las cámaras, ninguno de los dos estuvo dispuesto a ofrecerle al otro lo que proclamaron: una plataforma para el genuino debate de ideas. Acaso sin quererlo, el candidato del Frente para la Victoria dejó al desnudo esa carencia con el spot donde interrogó al del Frente Renovador acerca de cuál era la suya.
Lo que bajo otras circunstancias pudo haber sido juzgado como un error estratégico imperdonable, sirve para ilustrar hasta qué grado las palabras y las cosas lucen disociadas. Más que superar la fase de precariedad de las representaciones, consolidado como un estadio, la apetencia compartida de constituirse como relevos de otros liderazgos los fuerza a espejar sus individualidades y hasta desarrollar ciertos lazos solidarios. Antes que una salida al laberinto, la confrontación entraña el riesgo cierto de ingresar en un pasadizo sin luz de emergencia ni puerta de salida.
La ingeniosa propuesta publicitaria del “Frente Cívico y Social”, materializar la utopía de la gesta pendiente de la unidad nacional y conciliar dos facciones en pugna simbolizadas en “Argen” y “Tina”, lidió con la dilución de ese paradigma entre los menores de 40 años, target que le es adverso y al que pretendió conmover.
Si la crisis de la historia es directamente proporcional a la del progreso, la versión encogida del FAP bonaerense pecó de una ingenuidad a medida de la trampa tendida por el oficialismo
a un sector del centroizquierda desde la crisis con el campo: la ilusoria restauración de esas dimensiones de la edad moderna, en la peculiar visión de un setentismo aterido y anacrónico del
que parecen haber despertado hace un instante.
Con rigidez para interpretar la topografía sinuosa de la demanda ciudadana, Francisco De Narváez pagó cara la osadía del “Ella o vos.” La violencia de género constituye un ítem notable del reclamo por mayor seguridad. Si “En la vida hay que elegir” los candidatos poco han hecho para persuadir a los votantes. Lejos de las divinas proporciones, el previsible resultado refleja la incertidumbre provocada por otras más próximas a una descarnada humanidad.
(*) Titular de la cátedra Planificación Comunicacional. UNLZ.