Las campañas electorales son diseñadas, como suele decirse, ‘estratégicamente’: algunas personas –profesionales o militantes– piensan en sus objetivos y definen lo que harán para alcanzarlos. Pero si una campaña alcanza alguna efectividad es porque produce algo en la mente de los votantes. La verdad de una campaña se define allí, en la cabeza de la gente, de los receptores de los mensajes, no en la cabeza de los emisores y los planificadores, del mismo modo que “la prueba del pudding se obtiene cuando se lo come”, no cuando se lo cocina. Ciertamente, lo que se produce en la mente de los votantes está influido por lo que oyeron y vieron durante la campaña, por lo que les comunicaron; pero lo que sea que ocurra ocurre en su mente.
La sutileza de esta distinción cobra importancia cuando se advierte que lo que el votante registra con sus sentidos y procesa en su mente no es solamente lo que los estrategas y los candidatos decidieron decirle. Es también todo lo que ve y oye alrededor de éstos y alrededor de él mismo, lo que dicen las personas con las que habla a diario acerca de lo que vieron y oyeron en cada campaña y alrededor de ellas.
El análisis de una campaña electoral debe separar al menos tres frentes comunicacionales: el mediático, el de la comunicación persona a persona y el de todo aquello que se connota pero no está dicho con la intención de decirlo –los intangibles de la campaña–. En los tres frentes circulan mensajes que convergen a un mismo lugar: la mente del votante. Cada uno de esos frentes puede ser mejor o peor administrado, pero ninguno es efectivo si no interactúa con los demás. Ninguna campaña se gana solamente con la publicidad, o con las acciones de prensa, o con los dirigentes territoriales, ni con las imágenes e interpretaciones de los votantes –las cuales, por lo demás, son las más difíciles de controlar–.
Una tendencia frecuente es analizar las campañas en términos de las propuestas de políticas públicas que los candidatos –o sus partidos, cuando los había– ofrecen a los ciudadanos. Muchas veces las propuestas están implícitas, otras veces no; muchas veces no son creíbles, lo que las torna irrelevantes, y a veces directamente no existen. Cuanto más explícitamente formuladas están, bajo el formato de una larga cartilla de enunciados, tanto menos relevantes son. En otras palabras, no es tan importante que existan o no propuestas explícitas sobre una cantidad de temas; lo importante es que los votantes imaginen, o crean saber, algo acerca de lo que un candidato propone o piensa sobre los temas que a él, el votante, le preocupan.
En la Argentina de nuestro tiempo, y en esta campaña legislativa en particular, el problema con las propuestas es que los votantes ignoran qué harían los candidatos en esos temas que para ellos son muy importantes. Esto, sin duda, dificulta la decisión de a quién votar. (Esto ya lo registramos hace más de veinte años en una investigación cualitativa en la que una persona dijo: “Sé lo que Alsogaray piensa sobre los temas de los cuales habla, y estoy de acuerdo con él, pero no sé lo que piensa sobre los temas de los cuales no habla, y creo que no estaría de acuerdo. Por eso no lo voto”.)
Los componentes publicitarios y mediáticos de las campañas actuales no son particularmente distintos de otras. Con la obvia restricción del dinero del que disponen los candidatos, todos dicen –con mayor o menor ingeniosidad– lo que cabe esperar que digan. Todos “se venden” y buscan seducir a los ciudadanos.
Los mayores problemas están en los otros dos frentes: el de la comunicación territorial, boca a boca, y el de las imágenes e interpretaciones que se forman en la cabeza de los ciudadanos.
La elección en Buenos Aires. Tomemos el caso de la elección en la provincia de Buenos Aires. Francisco de Narváez fue el primero en definirse como candidato. Se proclamó una especie de “peronista que no parece peronista” o al revés, buscó una alianza con un peronista de pura cepa, Felipe Solá, y se asoció a la “marca Macri”, de buena reputación política en estos tiempos. De Narváez era virtualmente un desconocido; la estrategia que desarrolló para instalarse como un candidato viable en la provincia más grande del país fue impecable. En pocos meses se hizo conocido y en poco tiempo más acumuló un caudal de intenciones de voto que lo instaló además como un posible ganador.
Pero De Narváez no tenía una estructura para la comunicación territorial, le faltaban “bocas de expendio del producto” en las comunidades locales. Si la idea era que eso se lo proporcionaría Solá o el duhaldismo, no lo sabemos, pero lo cierto es que no ocurrió en una medida suficiente. Kirchner le salió al cruce precisamente en ese frente, capturando a los intendentes y a su capacidad de hacer campañas paralelas. También intentó Kirchner salirle al cruce en el frente mediático, pero allí la jugada le salió mal y eso favoreció a De Narváez. (Jaime Durán, asesor del candidato, ha definido en términos conceptuales la estrategia de “ataque y defensa” desplegada en ese plano de la campaña de De Narváez.)
Néstor Kirchner buscó ante todo mantener siempre la iniciativa, lograr que se hable de los temas que él instala: si sería o no candidato, esta elección legislativa en Buenos Aires definida como un plebiscito nacional, las candidaturas “testimoniales”, si se pelea cada día con alguien o deja de mostrarse peleador, Faggionato y la efedrina… Cuando esos temas funcionan, los mantiene; cuando no, los abandona, pero generalmente ocurre que los adversarios siguen hablando de esos temas –siendo que no funcionan–. La estrategia de su campaña parece clara: lo primero, polarizar la elección –en lo posible contra una oposición dividida–. Segundo, evitar la fuga de votos del peronismo, “reperonizando” su proyecto originalmente “transversal”. En un sentido, Kirchner redefinió la “sociedad política” que comanda, redistribuyó las acciones y estableció inequívocamente que los dividendos se distribuyen a cortísimo plazo; el año que viene es otra cosa. Es difícil resistir esa oferta desde de la lógica de un político peronista, que es casi por definición cortoplacista.
Su mensaje más sintético es claro y potente. A una sociedad que valora la gobernabilidad –aun cuando se sustente en gobiernos que no hacen todo lo que cada uno querría y hacen muchas cosas que no gustan a la mayoría– Kirchner le ofrece gobernabilidad.
Sus adversarios no construyen de esa manera. Ante todo, no ofrecen garantías suficientes de esa gobernabilidad que es un bien escaso en la Argentina. Además, no dejan de disputar pequeños espacios entre ellos, se enrostran acusaciones uno a otros –dentro y entre los espacios opositores–, su “sociedad” no está abierta a ese tipo de accionistas. Ese problema es aún más agudo en el Acuerdo Cívico en la Provincia que, lejos de capitalizar y potenciar el rebrote alfonsinista del electorado, siguió cultivando la pelea y exhibiendo sus diferencias internas como si ésa fuese su impronta natural. Los votantes registran que para Carrió “pelearse cada día con alguien” es un estado aún más natural para ella que para Kirchner, que entre Margarita Stolbizer y la UCR sigue no habiendo química, que la existencia de Julio Cobos y sus radicales K –que tenían más votos que los demás– les complica la vida a todos, y que ni por asomo podrían considerar un acercamiento a la gente de Unión-PRO. Exactamente lo contrario, punto por punto, de lo que los votantes desean y esperan que ocurra.
Esos son los aspectos intangibles de las campañas en la provincia de Buenos Aires. La comunicación mediática ha funcionado. Instala candidatos, construye imágenes, refuerza algunas propensiones de los votantes. El oficialismo abusa de sus recursos para pautar publicidad televisiva del Gobierno –posiblemente, en el balance final, contraproducente–, pero maneja bien la comunicación periodística de la campaña de Kirchner y Scioli. Cuando baja a las localidades, gradúa con sensibilidad cuánto de Kirchner y cuánto de Scioli predomina en cada lugar; en la publicidad mural a veces se los muestra juntos, a veces sólo a Scioli –según el grado de rechazo a Kirchner en cada lugar de la Provincia–. Cuenta con una estructura de comunicación territorial muy armada, reforzada en alto grado por esa “sociedad” de corto plazo que logró establecer con los intendentes. El mensaje fuerte que los votantes registran es: “Con nosotros sabés lo que te espera, te guste o no te guste es eso; con los otros, te gusten o no te gusten ellos, no sabés lo que te espera”.
El problema de los otros es que no han logrado transmitir a la ciudadanía “qué le espera” si alguno de ellos gana. O aún más inmediato: “Qué gano yo, votante, depositando mi voto a éste o a aquél, si se están peleando entre ellos todo el tiempo y a mí me parece que no difieren demasiado entre sí; y además no sé qué piensan de los temas que me preocupan”.
¿Debería haber más propuestas? El votante más informado, o que cree estarlo, el que sigue los asuntos de la política con un poco más de atención, quisiera que le hablen de las políticas públicas o de la labor parlamentaria. El votante menos informado, menos politizado, ni siquiera espera eso, porque en definitiva no sabe bien para qué están los diputados o los senadores y le interesan menos las abstracciones; pero con mayor o menor abstracción, también espera que le digan qué pasaría si decide otorgar el voto a este o a aquel candidato. Y a ese votante también le cuesta formularse una conclusión acerca de por qué habría de votar a uno o a otro.
El rol de los partidos políticos. En todo esto se percibe que un factor decisivo que ha cambiado en la política argentina es la ausencia de partidos organizados. Los partidos son “sociedades”, en un sentido técnicamente más apropiado que estas coaliciones de corto plazo que hoy prevalecen. Pero, a diferencia de éstas, los afiliados simbólicamente tenían acciones y cobraban dividendos –a veces, de hecho, no tan simbólicamente–. Y tenían simpatizantes, que no tenían acciones pero en alguna medida se sentían partícipes. Cuando se planteó realizar internas abiertas, se abrió el camino a un rol más definido de los simpatizantes (como ocurre hoy en Uruguay, por ejemplo). Pero eso no era todo. Los partidos mantenían objetivos de largo plazo; servían de orientación al votante precisamente porque marcaban horizontes no tan inmediatos como “votá hoy, el año que viene se verá”. Como tenían corrientes internas, necesitaban formar consensos programáticos y eso daba estabilidad a sus propuestas. Todo eso hacía posible que el ciudadano se sintiese identificado con algunas corrientes políticas. Y para los muchos no identificados con ninguna existían los partidos más chicos o simplemente la posibilidad de elegir sobre la base de conocer la oferta electoral en cada elección.
Pero además de eso, los partidos desempeñaban una función extraordinaria en el plano de la comunicación política. Aseguraban esa llegada al territorio que hoy sólo está disponible, cuando lo está, para el peronismo o para algún partido provincial en su propio distrito. Los comités, unidades básicas o como se llamasen eran las bocas de expendio territoriales.
La falta de partidos ha desnaturalizado la política y también las campañas electorales. Las ha reducido al plano de la comunicación mediática. Los dirigentes sin partido son como los programas de la televisión: tienen mayor o menor rating –el cual es, por cierto, muy inestable, como lo es en la televisión, porque requiere que se lo alimente semana a semana–; no tienen otro capital político que ése, que es altamente fungible. Son dirigentes que operan sin las restricciones de una organización con reglas y con estructura. Por eso hoy pueden decir una cosa y mañana otra, pueden estar hoy con el campo aunque ayer no lo estaban y mañana tal vez tampoco lo estén, pueden estar a favor del capitalismo o en contra del capitalismo.
Todo eso acentúa la tendencia al personalismo, tan propio de la cultura política argentina. El personalismo no está mal per se, siempre y cuando no vaya en desmedro de las instituciones; existe o no existe y a uno puede gustarle o no. Estratégicamente, es un problema cuando es inefectivo. En la política argentina de estos tiempos el personalismo ha contribuido a la sensación generalizada de falta de representación democrática que sienten los ciudadanos. Ha transformado el sentido de la representación en una adhesión simbólica a un dirigente. Es comunicacionalmente poco efectivo. La falta de partidos ha contribuido a exacerbar el fenómeno del personalismo en la política argentina. Tal vez también tiene algo que ver con este hecho, bastante notable, de la falta de propuestas tangibles sobre temas específicos. Está asociado a que en las campañas electorales haya pocos mensajes claros y fuertes.
La esencia de una campaña. El eje de una estrategia de campaña electoral consiste en instalar un concepto simple, claro y potente, capaz de generar sintonía, vínculo y en lo posible diálogo con los votantes. Cuando estos son una masa muy numerosa y heterogénea, se entiende que el mensaje se segmenta tanto como es preciso y posible. El ciudadano que va a votar necesita optar entre lo que se le ofrece y para eso necesita alguna información; parte de ésta la obtiene cada día a través de la prensa o de lo que oye y ve en su comunidad, parte la proporcionan las campañas. Los oferentes de candidaturas y de liderazgos políticos dialogan con los ciudadanos a través de las campañas –aunque algunos de ellos sólo estén imaginando monólogos–.
La campaña de Raúl Alfonsín en 1983 se centró en un eje simple: el “pacto corporativo sindicalista militar”. Fue un mensaje persuasivo para una gran parte de los argentinos. Con ese mensaje, Alfonsín ganó la presidencia. En 1989 el problema abrumador de la sociedad era la inflación. Menem transmitió –cierto, a través de un mensaje difícil de descifrar en su momento, pero que fue entendido por el electorado– que su propuesta era derrotar a la inflación e impulsar una economía de producción con el apoyo de los empresarios. Su adversario finalmente derrotado, Eduardo Angeloz, basó su campaña en el mismo mensaje, lo que convirtió el problema estratégico de las campañas no en qué decir sino en cómo superar al adversario en credibilidad sosteniendo ese mensaje; Angeloz perdió porque su partido le restaba credibilidad. Con el mismo mensaje Menem fue reelecto seis años después con el 50 por ciento de los votos, muchísimos de los cuales ya estaban lejos de entusiasmarse con el candidato y con buena parte de las políticas públicas de su gobierno. En 1999, De la Rúa ganó con un mensaje, “1 peso = 1 dólar”; era tan claro y tan potente que le permitió navegar en la campaña durante los últimos tres meses prácticamente sin decir nada más. (Lástima que el jefe de su propio partido, que todavía era Alfonsín, pensaba más bien de la misma manera que el adversario Eduardo Duhalde, favorecía la devaluación, y eso debilitó fuertemente al gobierno electo.)
Esos son ejemplos de campañas centradas en mensajes claros y simples. Eventualmente, algunos criticaban en cada caso la falta de más propuestas. Lo cierto es que las que había eran las que hacía falta. El propósito de quienes compiten en una elección es conseguir votos y ganar, no adoctrinar al mundo o recitar principios. Las campañas de hoy, cuando carecen de mensaje, implícitamente desvalorizan al votante, porque lo que están diciendo es: “Yo, el candidato, soy el mensaje, y eso debe bastarte”. No le basta a casi nadie.
Por eso muchos votantes no saben a quién votar.
*Sociologo.