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Una cita con la luz

Los crímenes que se le imputan al padre Grassi ya son de por sí bastante feos. Pero a esta seguidilla de horribles noticias se le suma la dudosa acción de la justicia. O de sus representantes de turno. El fallo es muy raro.

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Los crímenes que se le imputan al padre Grassi ya son de por sí bastante feos. Pero a esta seguidilla de horribles noticias se le suma la dudosa acción de la justicia. O de sus representantes de turno. El fallo es muy raro. La cosa está probada a medias, pero ¿es cierto que Grassi vuelve a la Fundación de 17.30 a 18.30 y que la garantía de que no reincidirá en la corrupción de menores es que lo acompañará alguien designado por él mismo? ¿Es cierto que su amigo Raúl Portal festejó “el triunfo 2 a 1” cuando se supo que de las tres denuncias sólo se lo podría juzgar por una de ellas?

Como no conozco los hechos, me llamo a silencio. No vaya a ser que al final Grassi sea inocentísimo. ¿Pero por qué estos debates son la comidilla perfecta y popular? Creo que el caso –si pudiéramos abordarlo como ficción– es mítico: sus pilares dramáticos descansan sobre una enorme fuerza ausente, una absoluta falta de razón. Desde el curioso celibato (dogma de una iglesia medieval y despistada) hasta la necesaria pátina de superstición que oscurece cada uno de sus principios (caridad incluida), todo parece indicar que este crimen se magnifica por su cercanía con contradicciones inherentes a lo inexplicable. Y lo inexplicable, para bien o mal, tiene muchas caras.

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Trate de explicarle usted a un ateo cómo funciona la fe, ese escudo protector que –en el peor de los casos– borra las pistas de un crimen. Traten de explicarme qué cosa es la fe sin usar esta palabra (casi onomatopéyica) de dos escasas letras, que en castellano ha perdido hasta la tilde. Terminarán asumiendo que si uno no tiene fe, tampoco puede entenderla. Esta falacia que pide desesperadamente su principio siempre me ha provocado.

Recomiendo a los gritos una obra que vi hace poco. Se llama Tren, y la firma el grupo Piel de Lava. Actrices, dramaturgas, directoras que –por algún motivo– se alejan de los alisados senderos del off porteño y deciden teatralizar esta enorme ausencia. La fe.

Un numeroso grupo de evangelistas se embarca en modesto tren a Mar del Plata para participar de un congreso sanador; algo que abunda en canciones, meriendas, consejos, combis y logística, pero que, ay, adolece de una falta imperdonable: Dios no acude a la cita. Acuden, en cambio, las meteretas hermanas vecinas de esa ausencia sin nombre: la locura, la obsesión, la angustia. Dios es la excusa perfecta, la coartada sempiterna que tapona una vida tan ridícula como miserable. Estas actrices (que lo hacen todo, y con una destreza exasperante) no pretenden –como yo aquí– machacar sobre la falsedad de esas palabras sagradas (siempre mal traducidas) sobre las que se organiza el dogma de un poder cada vez más bizarro. No; ellas observan en incómodo silencio. Sus personajes sufren de algo que ni siquiera pueden nombrar. Sufren de esa fe insatisfecha. Sufren de decepción cuando el gran evento no se concreta. Y rellenan esa promesa incumplida con tareas para el hogar: resignarse a unas vidas chiquitas, soportar las humillaciones, postergar las decisiones que podrían revertir las cosas.

Apenas una obra genial, desopilante. Pero qué bien encarna en ejemplos esta misma ausencia santificada y patinada de Roma que se filtra en cada una de las grietas por las que –aquí y ahora– se resquebrajan la justicia y la razón. El mito es contracara de la razón. En las artes, es la clave para que descubramos lo que aún no podemos llamar. Pero en la vida supongo que cada uno hace lo que puede con su ausencia. De la Inquisición a esta parte, ojalá dejara de ser coartada para cometer crímenes espantosos.