COLUMNISTAS

Una cosa viejísima

Rafaelspregelburd150
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Tal como viene medido el tiempo, parece que se está por terminar la década. Frente a tales números redondos, se fuerzan los balances, se piensa en generaciones, se cruzan acusaciones entre los 90, los 70, los 2000. Se labran estadísticas. Y todo esto hace que, inevitablemente, uno se diga: ¿qué tengo que ver yo con estas mediciones que imponen las urgencias catastrales?

Fuere como fuere, no es ni un mal ni un buen momento para que el mundillo del teatro pretenda saldar una pesada cuenta pendiente: si los 90 fueron el enemigo de todo lo que es decente, ¿qué vinieron a aportar los 2000? Varias revistas especializadas se dan cita alrededor de esta fogata. Veo mi nombre, mezclado con el de colegas, y disiento con casi todo lo que se dice que pasó o que pasa. No me refiero sólo a revistas locales (de las que destaco a la ultraindependiente Funámbulos), sino también a las más remotas: la revista alemana Humboldt, por ejemplo, movida por el mismo afán, se pregunta –y me preguntan– cómo es escribir teatro en épocas de crisis. Sonrío de costado. ¡Claro, los 2000 han sido para el mundo central, los años de la crisis! No saben que aquí, entre nosotros, el teatro de los 70, de los 80, de los 90 y por qué no de los 2000 es un teatro de crisis. Descubro con refrescante lucidez algo muy elemental: hay culturas para las que el teatro a veces, no es representación de un tiempo de crisis. ¿Cómo será eso? ¿De qué cosas hablará esa representación que no ocurre en crisis? ¿Del bienestar? ¿De la confianza en la humanidad? ¿De lo perenne?

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¿Será ésta la maldita diferencia, siempre perseguida y nunca nombrada, entre el teatro argentino y el de los otros? Aquí todo intento de representación obedece a la tácita obligación de hablar de lo contrario: del malestar, de los fracasos del proyecto humano, de lo transitorio, de la vejez de lo moderno, de la utopía negativa, del desastre que nos espera. Me pregunto si será característica del arte de la representación, o si simplemente es porque vivimos de crisis en crisis.

No tengo espíritu estadístico. No me interesan las cartografías encuestables que retratan algunas falsas oposiciones: teatro de arte vs. comercial, generación filicida vs generación parricida, teatro independiente vs. teatro oficial. También desconfío de las tomografías computadas del estado del teatro porteño. No me interesa mucho saber cuál es la tendencia y –por ende– señalar cuáles son los artistas excepcionales: los que, fieles a sí mismos, intentan ofrecerse como antena orgánica de un tiempo que habla en ellos, más en sus contradicciones que en sus posibles especulaciones para inscribirse en la historia. Creo recordar que los espectáculos más singulares de las tres últimas décadas (como los de los tres últimos milenios) han sido los que iban a contrapelo del statu quo. Y éste incluye, lamentablemente, las categorizaciones críticas (incluso estas pobres mías). En todo caso celebro aún, mientras pasan los años y el teatro se torna una cosa más vieja, que algunas personas (creadores y espectadores) hayan construido este estatuto mítico de nuestra modesta actividad. Muchos críticos del área pura y dura de la literatura comienzan a aceptar que en el teatro (como en cierto cine), se están ensayando experiencias narrativas y de relato (literal e histórico) que parecen estar en huelga en la narrativa tradicional de la prosa. Muchos estudiosos extranjeros dirigen aquí su mirada: ¿cómo funciona, cuál es el secreto por el cual a los públicos argentinos les gusta tanto el teatro argentino?, ¿por qué están tan llenas las salitas independientes, incómodas y minúsculas?, ¿qué se juega en ese pacto?

Más allá de cualquier evaluación forzosa, el teatro está aquí. Ahora. Tal vez, no por mucho tiempo más. Las discotecas se caen, y –con una lógica sofística– los teatros son perseguidos por el gobierno de la Ciudad. El mismo que pretende apropiarse de la idea loca de que Buenos Aires sea capital del teatro hispanoparlante. ¿Cómo puede ser? Si ésa es la merecida fama que se ha ganado la ciudad, no es precisamente por las políticas de los teatros estatales, que son pocos y hacen lo que pueden, sino por el hormiguero de personas que han pensado –más o menos estructuralmente– que en el teatro las crisis son combustible para producir otra cosa. Otra cosa que –digan lo que digan, quienes pretenden discutir la utilidad concreta de las artes– se llama de una manera muy simple: placer. El placer viejísimo de reunirse en el ágora a hacer de lo íntimo lo público, de lo innombrable lo comunicado.