Yo también le tengo miedo a Donald Trump. Le tengo miedo y lo sé bien. No es el mismo miedo que uno pudo tenerle a Ronald Reagan, o el que pudo tenerle a Bush: hombres recios, muy severos, sin sonrisa. No es el mismo miedo, pero es miedo. Lo sé bien.
Y no es que no me haya reído varias veces con Donald Trump, por supuesto que me ha hecho reír, me consta que es muy divertido. El bailoteo ridículo que ensayó el otro día, por ejemplo, al llegar a Malasia, muy fuera de protocolo, en espejo con la recepción de honor que se le dispensaba, me llevó a la carcajada, al ahogo y a los hipos. Me reí mucho también al ver que no paraba de palmear en la espalda a Su Majestad Carlos III; no porque no supiera que está prohibido tocar al rey, sino porque lo sabe perfectamente (también está prohibido caminar adelante del rey, adelantarse a su paso, y él lo hizo con desfachatez, pues no se puede pedir a un ansioso que camine lentamente). El gag del “¿Pelo o peluca?” me resultó, en su momento, desopilante (y le asignó al significante “peluca” un tenor disminuido y falso, de remedo, de mala copia). Me enganché con la comedia romántica que montó hace poco, durante la cumbre de paz en Sharm el-Sheikh, en dupla con Giorgia Meloni (galanteos de mastín que domina enteramente la escena, no los saltitos alborozados del cuzquito que comprende que, por una vez, y por algún motivo, no van a sacarlo de una patada).
Así que sí: me río a menudo con el hilarante Donald Trump. Pero también le tengo miedo. ¿No lloran acaso los niños en presencia de un payaso, incluso de ese mismo payaso que minutos antes los hizo reír? Es que han detectado sin dudas, y han detectado muy bien, que en la risa pintada, los zapatones, el pelo naranja, anida un componente siniestro, turbio, denso, intimidatorio. De ahí proviene Clown Doll, en la tremenda Poltergeist. De ahí provienen El Guasón o El Joker, uno de los grandes villanos de Batman (y es la versión de Jack Nicholson, según creo, la que mejor conjuga los dos factores: la ligera comicidad de César Romero, la espesa oscuridad de Arthur Fleck).
De hecho, Donald Trump no pierde del todo cierto aire campechano y distendido, uno de broker inmobiliario sondeando entre chascarrillos la posibilidad de algún negocio oportuno, cuando lo que está haciendo no es en verdad otra cosa que deslizar feroces amenazas de muerte y destrucción. El apriete a Zelenski es un ejemplo entre tantos de uno de esos momentos terribles en los que Trump, con la boca medio en trompita y medio en sonrisita, amenaza con largar en banda al desgraciado al que le propina su extorsión, dejándolo librado a su suerte, o amenaza con arrasar a pura matanza un lugar determinado. A todo eso él lo llama siempre “trabajo”, dice “hacer un buen trabajo”; y puede estar refiriéndose a legislar, a gobernar, a aplicar un plan de ajuste o a matar a una gran cantidad de gente. Alguna vez, para sostener la ilusión de un futuro mejor, en el Mayo Francés se escribió: “Bajo los adoquines, está la playa”. Y hoy resulta que Donald Trump, con un cinismo helado de desilusión sin futuro, alcanzó a ver una playa (una playa, un resort, un negocio turístico) bajo los escombros de Gaza.
El retrato general que hizo sobre la Argentina de hoy fue lapidario y contundente: habló de un país moribundo, sin dinero, liquidado, fulminado. A continuación, gustoso siempre de la arbitrariedad, anunció que nos brindaría su ayuda (“graciosamente”, sí: en los dos sentidos de la palabra). ¡Una soga salvadora para los desgraciados que se hunden y van a ahogarse! No dijo, ni dijo algún otro, qué es lo que habría de recibir a cambio; aunque unos días después, él mismo estuvo celebrando haber ganado mucho dinero con la Argentina (¿dijo “con” o “a expensas de”?). Sí dijo, y con la nitidez de los tonos amenazantes, qué era lo que exigía: que votásemos lo que ordenaba él. ¿Y si no? Si no, retiraba su auxilio; si no, retiraba su soga: nos abandonaba impiadosamente en este naufragio terminal en el que nos encontramos.
¡Qué miedo! ¡Qué miedo! ¡Qué miedo que me da Donald Trump! Y como soy muy de abrazar la libertad (no las “ideas” de la libertad, que son necesariamente abstractas, sino su realidad concreta, su puesta en práctica cotidiana, su ejercicio efectivo), me sentí de veras muy mal al tener que ir a votar bajo el peso aplastante de semejante apriete, prepotencia de matón, extorsión del poderoso, mandato directo del amo, rotunda amenaza imperial, conminación de ultimátum sin matiz ni disimulo.
El presidente de los Estados Unidos indicó desde la Casa Blanca cómo debíamos elegir los argentinos, para tener un lunes en paz. ¿Y el martes? El martes ya se vería.