El mundo se está yendo a la mierda. Ya no se trata de que el populismo sea un fenómeno omnipresente, de que la injusticia resulte intolerable o de que el terrorismo internacional constituya una amenaza: la Tierra que legaremos a nuestros hijos será un sitio insoportable. Entonces, ¿cómo no hablar de arte? Hay demasiada estética, demasiado entretenimiento y demasiada esperanza en las series de televisión, en el cine, en la pintura, en la música y en la literatura como para que ahora, agobiados, nos privemos de ellos.
Sucede que, además de hacer arte, los artistas opinan sobre asuntos públicos. Y en la Argentina, un país binario y antirrepublicano, los mayores referentes del rubro hablan con una pasión inconmensurable del proyecto nacional y popular al que adhieren.
Como pocas veces, fueron los artistas los responsables de distorsionar la pureza de la creación, porque el resentimiento de algunos personajes ha sido un fabuloso tiro en el pie de sus propias obras y ha mostrado hasta qué punto puede estar equivocada una sociedad cuando toma como referentes morales a ciudadanos corruptos, ignorantes y autoritarios.
Ahí tenemos un problema grave. Porque mientras en Estados Unidos todos son capaces de admirar la maestría de Clint Eastwood como director de cine, sería difícil pensar que fueran tomados en serio los discursos del también excéntrico militante libertario-republicano. Es que un pueblo alcanza la madurez cuando puede idolatrar a gente dentro de su ámbito específico sin llevar aquella admiración al minado terreno de la política partidaria.
El problema, entonces, no es que Pablo Echarri tenga un discurso violento, antidemocrático y maniqueo: el problema es que, cuando habla de política, lo escuchemos como si fuera Alberdi.
Es cierto que nada debería eclipsar el peso de una obra de arte, que por definición brilla en todo momento, parece hecha mañana y enriquece la vida de quien la disfruta. Pero la disociación ética y estética ha sido demasiado frecuente en la vida de referentes que, por ceguera, por conveniencia o por un patológico deseo de figuración, avalaron políticas horrendas. Aunque los maestros entienden cuál es la verdadera naturaleza del arte y no contaminan sus obras con su ideología, un ejemplo de lo cual se encuentra en la producción de Gabriel García Márquez, amigo cercano de la dictadura castrista e inmejorable hechicero del idioma español que jamás elogió, como Neruda y Paul Eluard, a Joseph Stalin, pero que tampoco realizó frescos de política contemporánea comparables a los de Jorge Asís, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa.
En otros casos históricos, un ideario pernicioso no ha manchado los libros de ficción de sus autores, como demuestran los ejemplos del nazi francés Louis-Férdinand Céline y del fascista argentino Leopoldo Lugones.
Pero cualquiera de ellos tuvo más glamour que los cómplices de una banda para delinquir que se soñó revolucionaria en medio del dinero negro de conventos truchos y de termosellados paquetes en cajas de seguridad, de coimas que significaron un pavoroso subdesarrollo en infraestructura y de pesadillescas cadenas nacionales y persecuciones ideológicas e impositivas que hasta culminaron en asesinatos. Porque el kirchnerismo nos ha venido a explicar que De Vido es un parangón de la honestidad, Moreno de la metodología cuantitativa y Milani de la democracia.
Esta devoción por los excesos en la patria de las dictaduras militares y del mesianismo civil no debería sorprender a nadie y, naturalmente, no quita que en el fenómeno evocado figuren personas que han defendido regímenes autoritarios sin la menor deshonestidad personal y sin perder su calidad artística. Pero me parece que ha llegado el momento de celebrar las voces de quienes, como Albert Camus ayer, han dicho lo que debían cuando nadie se atrevía a hacerlo.
*Escritor.