Prácticamente se erradicó la indigencia”, es uno de los presuntos logros enarbolados por el jefe de Gabinete. Sin embargo, una porfiada realidad insiste en desmentir este optimismo hiperbólico que no satisface siquiera un criterio mínimo de verosimilitud: una usina ideológica que se valió de un poderoso aparato de propaganda. Una supuesta construcción de ciudadanía que enmascaró una concentración de poder. Una presión tributaria compulsiva falazmente legitimada por un declamado “modelo redistributivo de matriz diversificada” al servicio de un clientelismo que prohijó funcionarios ricos y siervos pobres. Una presunta matriz de educación, inclusión y equidad que se agotó en el relato. Una sumisa Justicia desacreditada y funcional a una política criminológica ideologizada. Y hasta una alucinada consagración de una Juana Azurduy desbancando al navegante genovés. Y muertos, miles de muertos asesinados en una tierra arrasada por la violencia y el resentimiento…
La ampliación y promoción de derechos cuyo cumplimiento sería garantizado por el Estado no fue sino una retórica tramposa y clientelar. Atrapados en esta asimetría entre relato y realidad, convivimos hasta hoy en una cultura que entronizó el imperio de los derechos irrestrictos mientras relegó las obligaciones tenidas por un despreciable residuo de conservadurismo.
La transición hacia la nueva etapa del país es tanto o más desalentadora. Ante la dicotomía irresuelta “continuidad o cambio”, el futuro que comienza a tomar forma nos muestra un escenario sin plataformas partidarias en el cual late cierta compulsión a la repetición de campañas electorales personalistas que ni siquiera contemplan programas sustentables y creíbles.
En ese compromiso no se debería jugar sólo nuestra dirigencia fallida: ya en 1992, Carlos Nino nos advertía en Un país al margen de la ley sobre la ausencia de ley o, como la llamó, la “anomia boba”, la tendencia a la ilegalidad en la esfera pública y privada, rayana en la exaltación de la transgresión, que perjudicó a todos.
¿Cuál es el desafío de la próxima era? Refundar la República, abandonando una estrategia ficcional que enalteció la transgresión y destronó la ley. ¿Qué demanda una recuperación institucional? Ni más ni menos que una nueva forma de hacer política rubricada por el hoy narcotizado arco político opositor.
En nuestros tiempos cegados por la incertidumbre, quizás una oportunidad pueda ser vislumbrada si nos volvemos hacia el olvidado universo de los valores. En Raíces del existir, obra de 1945, la pensadora francesa Simone Weil observaba que un derecho no es autosuficiente, pues su cumplimiento efectivo no depende de quien lo reclama, sino de otros individuos que se reconocen obligados hacia él y son quienes deben cumplirlo.
A diferencia del derecho −que necesita de un tercero que lo reconozca en su condición de tal−, una obligación que no fuera reconocida por nadie no perdería nada de la plenitud de su ser. “Un hombre que estuviera solo en el universo”, señala Simone Weil, “no tendría ningún derecho, pero tendría obligaciones”, aunque más no fuera sepultar a sus muertos, tal como nos lo enseña la Antígona de Sófocles. Porque todo individuo reconoce los vínculos inescindibles con los otros y los compromisos consigo mismo.
Puede resonar tan utópico como urgente. Pues mientras la dirigencia persista en estrategias discursivas inmovilizadas en un pasado fallido torpemente reivindicado en el presente y mientras no se transformen las condiciones de una praxis política que interpele a una ciudadanía transgresora de las normas, continuaremos expuestos todos, absolutamente todos, a una peligrosa, mortífera, vulnerabilidad.
Un reconocimiento guiado por un criterio realista de los derechos, pero fundamentalmente de las obligaciones de todos, tal vez pueda dirimir el divorcio entre la dirigencia y la sociedad. Tendiendo un puente hacia el bien común.
*Filósofa.