En la segunda mitad del siglo pasado, la televisión hizo posible por primera vez, en la cotidianidad del día a día, la mediatización de muchos tipos de cuerpos, entre otros el que interesa para esta nota: el cuerpo político en los regímenes republicanos. Se trata del cuerpo de un ser humano –hombre o mujer– que, a través de sus palabras, sus gestos, las expresiones del rostro, el modo en que regula su equilibrio espacial o mueve las manos, la manera como camina o como se sienta, su sonrisa o sus manierismos, expresa (y nos permite evaluar) su relación con el mundo, mientras nos explica qué quiere hacer con la sociedad, qué aprendió del pasado, cuál es su visión del futuro y por qué nos pide ser nuestro representante.
El cuerpo político es esa materialidad visual donde, por un breve período (la campaña electoral), el tiempo individual de la biografía se entreteje con el tiempo social de las instituciones políticas, los signos de una identidad personal con las marcas de un discurso articulado a los mecanismos básicos del poder legítimo. La construcción del cuerpo político, a través de la necesaria mediación de los profesionales de los medios, es un momento central del funcionamiento de las democracias modernas, construcción que durante mucho tiempo la mayoría de los ciudadanos entrevió desde lejos y a la distancia, y que la televisión magnificó para todos como bajo el efecto de una lupa gigantesca. Muchos cuerpos políticos de la historia moderna, claro, no fueron republicanos: en su momento, el cine ayudó a la estructuración de los cuerpos de los jerarcas nazis, donde la corporeidad hitleriana encarnó el delirio de la unificación totalitaria del poder.
En la campaña electoral que acaba de terminar, y que probablemente –desde el punto de vista de la calidad del debate de ideas– quedará en la historia como la peor desde que volvimos a la democracia, no hubo cuerpos políticos. Esta afirmación puede parecer arbitraria o simplemente falsa, en la medida en que innumerables spots publicitarios y programas periodísticos no mostraron otra cosa, una y otra vez, que los cuerpos de los candidatos. Pero esos cuerpos no eran políticos, porque al ser captados por las cámaras no producían ninguna operación que los articulara con la institucionalidad del Estado, no había discusión de proyectos, no nos explicaban qué sociedad argentina futura imaginaban. En muchos casos, esos cuerpos no eran siquiera capaces de decirnos dónde iban a estar después del 28 de junio. Eran puro cuerpo, vacíos de sentido político. Tampoco eran cuerpos biográficos, porque el “couching” de los profesionales de la comunicación, colocados en la corta duración del marketing, transforma a la mayoría de esos cuerpos en secuencias de gestos que desfiguran, fragmentan o esconden las individualidades.
Pero la mediatización de nuestras sociedades es un proceso complejo, que tiene sus propios secretos. Y el flujo mediático ocupa inmediatamente los lugares vacíos. ¿Qué hacer con ese desfile de cuerpos despolitizados y desindividualizados? ¿Cómo explicitar la verdad oculta de esas ausencias? Hace ya muchos años (a propósito de un episodio importante de la historia política de Francia, cuando Coluche, el cómico más famoso del país, se presentó como candidato a la elección presidencial de 1981) me pareció comprender cuál era la figura inversa y complementaria (como diría Lévi-Strauss), la transformación mítica, del cuerpo político: el cuerpo del payaso. Magistral intuición de Tinelli, gracias a la cual lo único sintomáticamente interesante de esta campaña electoral ha sido el “Gran Cuñado”, donde, en ausencia de cuerpos políticos y de cuerpos biográficos, el cuerpo-candidato es trabajado en la pura lógica de la parodia.
Dos hechos importantes completaron, en esta breve campaña electoral, el festival mediático. La entrevista de la señora presidenta conversando con Soledad Silveyra, donde el vaciamiento de sentido político llegó al punto de transformar nada menos que el cuerpo presidencial en el cuerpo de una señora ciudadana cualquiera (con el debido respeto) conversando con otra señora ciudadana cualquiera, en alguna confitería del Barrio Norte a la hora del té, sobre un tema cualquiera. Y el llamado telefónico de Néstor Kirchner en los últimos minutos del último “Gran Cuñado”: lo máximo que el ex presidente puede arriesgar con los medios que él no controla –fuera de su imagen en un contexto de arenga, que representa en realidad un cuerpo pre-televisivo– es un llamado telefónico. El kirchnerismo les tiene terror a los cuerpos políticos.
*Profesor plenario, Universidad de San Andrés.