COLUMNISTAS

Una experiencia de pacificación

El batir de cacerolas nos remite ineludiblemente a Diciembre del 2001 y al colapso de las instituciones políticas como resguardo de la legítima representación en el imaginario colectivo. Aun así hoy bien sabemos que no fueron necesariamente las cacerolas la que cambiaron nuestro destino, sino que sobre el caldo de cultivo del fastidio y malestar general se tejió un entramado de complot corporativo de aquellos referentes que sabiendo del sentir de todos se repartieron lo de todos entre ellos.

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El batir de cacerolas nos remite ineludiblemente a Diciembre del 2001 y al colapso de las instituciones políticas como resguardo de la legítima representación en el imaginario colectivo. Aun así hoy bien sabemos que no fueron necesariamente las cacerolas la que cambiaron nuestro destino, sino que sobre el caldo de cultivo del fastidio y malestar general se tejió un entramado de complot corporativo de aquellos referentes que sabiendo del sentir de todos se repartieron lo de todos entre ellos. Aprendimos que reclamar es valido, pero exigir “que se vayan todos” no sólo es abolir la institucionalidad del Estado que tanto necesitamos para ser una nación, sino que al mismo tiempo es la garantía de que los mismos que estuvieron se queden para siempre.
Todo lo que clamamos entonces sigue pendiente, ya que fieles a nuestros principios culturales tan firmemente arraigados, es la economía lo que regula nuestras acciones y compromisos públicos, haciendo uso de lo cívico sólo para asegurar lo privado sin asumir riesgos por lo de todos. Mientras los argentinos sigamos siendo culturalmente corporativos, se nos hará cada vez más difícil construir más allá de la coyuntura, y estaremos de crisis en crisis reaccionando en lugar de proponiendo y trabajando para volver a la institucionalización de nuestra devaluada democracia atrapada en la concentración obsesiva de poder en un solo poder, vaciando de contenido a los otros que están equilibrados sólo en la teoría de la república y subordinados en nuestra realidad factica.
Aprendimos, entonces, que una experiencia valiosa y ejemplar pudo desarrollarse desde la participación multisectorial basada en la concertación constructiva forjada en la disciplinada y metódica tarea de dialogar. El “Diálogo argentino” fue una iniciativa genuina de encontrarnos los ciudadanos para contribuir en el pensamiento y la acción de políticas públicas que restituyan el lugar del Estado y permita aportar a la sociedad no sólo su sentir de reclamo auténtico, sino también su poder ofrendar en participación soluciones y no denuncias y reclamos. El dialogo comenzó como instrumental para resolver una crisis y durante los años sucesivos se profundizó entre sus integrantes como una cultura tanto sustantiva como adjetiva. Diálogo como encuentro con el otro en las diferencias. Argentino para establecer que nuestra identidad debe nutrirse de la aceptación del semejante, no como adversario sino como prójimo, en el desafió de llegar a ser familia como nación, dedicando cada lo mejor para todos, sin excepción.
Mientras el “Dialogo argentino” se construía, la economía argentina se restituía y por lo tanto perdió su vigencia, tanto para el ciudadano como para el referente político que, seguro de que todo ya pasó y se olvidó, se aseguraron unos y otros que con la crisis todo terminó. No nos engañemos: los recientes acontecimientos mas allá de las partes es síntoma de que estamos aún definitivamente enfermos. Tenemos enfermo el corazón, en los valores que declamamos sin hacerlos virtudes. Sólo sabemos reclamar derechos, estamos cada vez menos dispuestos a cumplir con nuestras obligaciones como ciudadanos afirmando el camino de diálogo en lugar de alimentar el fuego de la confrontación. Para ello, se requiere grandeza. Una grandeza del espíritu tanto o más como tiene la patria de extensión.