Margaret Thatcher fue, intencionalmente o no, una pionera en el rol de las mujeres en la política. Es difícil imaginar algo de nuestra historia actual que no se haya visto afectado por las medidas que ella implementó en el Reino Unidos a fines del siglo XX.
Sus duras políticas fiscales afectaron a los pobres, y sus decisiones a favor de la desregulación financiera convirtieron en ricos a otros. También existe el argumento de que su lealtad, casi emocional, a la libra esterlina ayudó al Reino Unido a sortear las tormentas monetarias de Europa.
Pero para mí ella fue una figura digna de admiración por su fortaleza personal. Haber llegado, legítimamente, a la cima del sistema político británico, pese a sus fobias de género y de clase, y en el momento y en la forma que ella lo hizo, fue un logro formidable. Y lo consiguió no por haber sido la hija de un gran hombre o la esposa de un tipo importante, sino por su propio esfuerzo.
Haber superado el encono especial y el ridículo –en mi opinión, sin precedentes– contra ella como figura pública, y haber mantenido sus convicciones e ideales –erróneas o equivocadas, como quizás podemos verlas ahora– sin corrupción, creo que son muestras de algún tipo de grandeza.
Haberles dado a niñas y mujeres del mundo una razón para reemplazar sus fantasías de princesas por un sueño diferente: la opción de vida real de liderar un país; eso fue innovador y admirable. Tuve el honor de intentar imaginar el tramo final de su vida luego del poder; pero apenas logro entender la magnitud de sus luchas y cómo se las ingenió para navegar hasta el otro lado de ellas.
*Actriz de La Dama de Hierro.