Con gran generosidad, J.Z. me trajo de regalo de Francia Peuples en larmes, peuples en armes (Pueblos en lágrimas, pueblos en armas: la traducción pierde la rima del original), sexto volumen de la serie L’Oeil de l’histoire, de Georges Didi-Huberman, recientemente publicado por las Editions de Minuit. Hasta la fecha, Didi-Huberman publicó cincuenta y cuatro libros (veintiocho en Minuit: admiro cuando se establece una relación tan estrecha entre un autor y una editorial), y no hace falta aclarar que no los he leído todos, ni siquiera la mitad.
No obstante, a riesgo de una excesiva generalización, bien se podría dividir su obra en dos campos: por un lado, los textos casi monográficos dedicados a artistas, o a temas puntuales (como el magistral La invención de la histeria. Charcot y la iconografía fotográfica de la Salpêtriére) y por el otro, los libros de reflexión teórica, instalados en el horizonte de discusión sobre la historia del arte y la tradición iconográfica, en el que los nombres de Aby Warburg, Erwin Panofsky y Walter Benjamin no dejan de aparecer. Por supuesto que entre uno y otro campo de trabajo hay innumerables líneas de continuidad, puentes y puntos de contacto. Pero por alguna razón –tal vez el azar– he leído más frecuentemente sus libros “teóricos”, empezando por Lo que vemos, lo que nos mira, texto sobre el que vuelvo una y otra vez a la hora de pensar la tensión entre narración y creencia, entre la abstracción y la posibilidad de suspender la creencia y de narrar, como una paradoja productiva, la imposibilidad de narrar.
El otro texto clave, al menos para mí, es el tomo cuarto de L’oeil de l’histoire, llamado Pueblos expuestos, pueblos figurantes (traducido al castellano, igual que Lo que vemos…, por la editorial Manantial), en el que Didi-Huberman se abre por primera vez seriamente al cine, en especial a la obra de Eisenstein, para pensar el modo en que aparece el pueblo en las imágenes cinematográficas, sobre todo los extras (los “figurantes”), especie de coro popular en espera de volverse actor central, pueblo tomando el poder. Peuples en larmes… retoma y profundiza el análisis de la obra de Eisenstein, pero antes se detiene larga y críticamente –casi como un libro dentro del libro– en la lectura que Barthes realiza de El acorazado Potemkin y en la las ideas generales de Barthes sobre la imagen, el cine y la fotografía. Didi-Huberman plantea una discusión intensa con Barhtes, pero al pasar escribe una frase sobre la que es posible reparar, como un rulo en el que habla de sí mismo: tanto a Barthes como a él, en más de una ocasión, se les ha señalado cierto eclecticismo teórico, cierta falta de rigor conceptual, cierta liviandad intelectual (disimulada, en el caso del primero, detrás de una pluma exquisita). Todo ocurre como si Didi-Huberman hubiera tomado nota de esa objeción y defendiera a Barthes casi como una defensa de sí mismo: “Sería filosóficamente fácil demostrar las mil y una contradicciones que recorren la obra de Barthes, y allí reside su debilidad doctrinal. Pero precisamente Barthes no fue un hombre de doctrina, ni siquiera fue un filósofo. Ahora bien: su debilidad fue su grandeza: fluctuaba, no renunciaba a conciliar lo irreconciliable”. En el medio de un gran libro de teoría, Didi-Huberman dedica un párrafo para hablar del otro, para en verdad hablar de sí mismo.