Luis Chitarroni es uno de los personajes más enigmáticos y fantasmales del mundo editorial. Responsable de la colección de literatura de Mondadori, suerte de padrino de la generación literaria que incluyó a nombres como Sergio Chejfec, Charlie Feiling, Sergio Bizzio, Martín Caparrós y Daniel Guebel, a pesar de que muchos coinciden en señalarlo como un hombre de una cultura avasallante –o pensándolo mejor, tal vez por eso mismo– ha entregado a imprenta tan sólo tres libros en cincuenta años: Siluetas, El carapálida y Peripecias del no (para algunos, la mejor novela de 2007; para otros, el libro más incomprensible de la literatura argentina). Por eso no deja de sorprender el volumen distribuido días atrás por la Municipalidad de La Plata bajo el título Ejercicio de incertidumbre, donde se compilan algunos textos teóricos de Chitarroni sobre autores como Miguel de Cervantes, Jorge Luis Borges, Vladimir Nabokov, Carmen Iriondo o Hanif Kureishi. Precisamente al comienzo de la reseña del libro Siempre es medianoche, del escritor británico, Chitarroni aprovecha para embestir al mismo tiempo contra Raymond Carver, “ese cuentista norteamericano corrompido –no educado– por un gran maestro ruso, Antón Chéjov”. Si es conocida la fascinación de Chitarroni por la destreza formal nabokoviana, no es de extrañar que manifieste cierto despreocupado desprecio por el ascetismo narrativo que Carver convirtió en ética y estética.
Con Carver pasa lo que con otro escritor que sufrió la desgracia de ponerse de moda poco antes de morir, Roberto Bolaño: siempre parece haber un nuevo borrador dispuesto a ser publicado. En el caso de Bolaño, su obra parece haberse cerrado definitivamente luego de los cuentos de El secreto del mal y los poemas de La Universidad Desconocida. Algo así había afirmado la poeta Tess Gallagher en 2000, al publicar el que sería el último libro de relatos de su ex marido, Si me necesitas, llámame. Pero en 2005, una pequeña editorial española editó Sin heroísmos, por favor, volumen que recoge poesía, crítica literaria, ensayos, cinco relatos inéditos y una novela inconclusa de la factoría Carver.
Al comienzo del prólogo, Gallagher –una viuda un tanto insoportable, como las hay tantas en la historia del arte contemporáneo, revisando y prologando con celo cada uno de los textos inéditos de su ex pareja– afirma: “La oportunidad de conocer los primeros trabajos de un artista o un escritor antes de ser reconocido como tal suscita esa particular sensación de intimidad que tenemos al sentirnos partícipes de un secreto”. Se refiere a los cinco relatos de un Carver vacilante (casi todos homenajes un tanto obvios a Faulkner, Joyce o Hemingway), publicados entre 1961 y 1967, e incluidos en el volumen. Pero: ¿cómo saber si los lectores realmente desean encontrarse con estos esbozos de escritura, con los primeros tanteos de un autor cuya literatura iría luego en una dirección completamente distinta? ¿No hubiera sido mejor dejar que siguieran viviendo un discreto olvido en las revistas universitarias en las que aparecieron originalmente?
Por fortuna, no hay libro que no contenga algo rescatable. El último de los cinco cuentos, Manzanas rojas y brillantes, al que Gallagher desprecia abiertamente por “experimental”, es un hallazgo de humor y absurdo que por momentos acerca a Carver a los extraños ambientes de un Kafka, e incluso a situaciones delirantes típicas de la narrativa de Aira. Todo lo que, muy probablemente, no le disgustaría a Luis Chitarroni.