“Tu no ignoras, Antonio,
hasta dónde he arruinado
mi fortuna por haber
mostrado, hasta cierto
punto, un porte más
fastuoso de lo que mis
escasos recursos permitían.”
De Bassanio a Antonio, Acto I,
Escena I, “El mercader de Venecia”,
William Shakespeare (1564-1616)
La loca pasión por el juego de la pelota resultó fatal para Felipe el Hermoso, habilidoso monarca de Castilla que en una tarde gris de otoño de 1506 e inmediatamente después de disputar un ardoroso partido en un patio de Burgos bebió de un solo trago un jarro de agua bien helada, se pescó flor de pulmonía y dejó viuda a Juana, su amada, a la que notoriamente le faltaban un par de jugadores. Un siglo más tarde y en Londres, William Shakespeare, que trabajaba en el Teatro del Globo pero lejos estaba de inmolarse por la redonda, escribía para su King Lear una línea francamente descalificadora para ese extraño pasatiempo medieval: “¡Oh, vil jugador de fútbol!”. Uf. La actividad ya tenía mala prensa siglos antes de estas ásperas disputas entre clubes y vacas lecheras, por tarifas, derechos de televisación y codificados.
Don Willy prefería ahondar en la trágica existencia de sus torturados príncipes, los amores imposibles o pasiones tan innobles como la avaricia. Ese era, justamente, el leitmotiv de El mercader de Venecia, una de sus obras más polémicas y perturbadoras: una deuda de tres mil ducados que el prestamista Shylock pretendía asegurarse mediante una cláusula original pero... excesiva. “La indemnización –le advierte a Antonio su deudor– se fijará en una libra exacta de vuestra hermosa carne, para ser cortada y quitada de la parte de vuestro cuerpo que me plazca.” ¡Wow! ¿A qué viene todo esto? A nada en especial, muchachos. Clásicos que uno relee cada tanto y mucho más en tiempos de receso futbolero. Trucos del travieso inconsciente. Cualquier similitud con hechos reales, actuales o pasados es sólo una casualidad.
“Este país sin fútbol es dramático”, reflexionó nuestro trágico nacional Diego Maradona, sin duda conmovido por esta cruel sequía futbolera que amenaza con extenderse más allá de lo tolerable. Los clubes ponen el grito en el cielo porque reciben migajas y deben fortunas, la televisión se queja porque la torta publicitaria es cada vez más chica, los jugadores firman para clubes del fin del mundo con tal de ganar en divisa fuerte, algunos técnicos arman planteles con tropa propia, diezmo incluido, y los representantes son capaces de vender hasta a la madre para renegociar los contratos y mejorar sus porcentajes. Todos ellos se quejan amargamente detrás de los vidrios polarizados de sus camionetas, mientras los que llenan las canchas se resisten a pagar el gas a precio de Beverly Hills y don Julio (Grondona, no De Vido) fantasea con sumarle 12 pesitos al básico del cable para que la clase media salve la ropa una vez más y ponga en funcionamiento la fábrica de picar carne y balones. Un caos.
La lógica de las empresas televisivas es clara y no se aleja de la dura lex del mercado: la rentabilidad, antes que nada. Si el negocio da, adelante; y si no... a otra cosa butterfly. Distinto es el caso de aquellos que dirigen los destinos de nuestras amadas asociaciones civiles sin fines de lucro, hoy vivas de milagro. Su compromiso moral debería ser mayor, sí, pero su manera de actuar, salvando honrosas excepciones, ha sido una verdadera desgracia. “Lo que pasa es que nosotros administramos pasión”, se justifican antes, durante y después de firmar contratos que nunca podrán pagar, de engordar pasivos hasta lo ridículo y mostrarse como primates frente a las cámaras en los momentos de dulce festejo o amarga derrota. Tenía razón don Julio Porta, antiguo director de Siete Días, quien un día, en medio de la redacción, me advirtió paternalmente: “Entérese, Asch: tenga la edad que tenga y pase lo que le pase, un boludo siempre será un boludo y un hijo de puta siempre será un hijo de puta”. Tá claro.
Lo diré una vez más, colegas: en un país vaciado de líderes, partidos, ideas y proyecto común, el fútbol pasa a ser dramáticamente importante. A eso se refiere –aun involuntariamente– Maradona. Es la bandera con los colores amados, la identificación tribal más primaria, lo que aún sostiene la frágil ilusión de la multitud. El fútbol se convirtió en una totalidad. Une, alivia, libera, convoca, narcotiza. Nosotros, sus adictos, lo exigimos, lo celebramos y lo necesitamos para seguir soñando, más allá de lo oculto o lo evidente. Y esto, claro, es muy bueno y muy malo, como casi todo.
En la literatura policial conviven dos estilos clásicos y opuestos: el inglés, donde el asesinato se plantea como un enigma matemático, un misterio que será develado elegantemente, sin pasión y con racionalidad científica; y la novela negra norteamericana, historias de ambientes turbios, ambiguos, crueles; donde el detective, la víctima, el asesino, los personajes secundarios y hasta los lectores pueden ser cualquier cosa... menos inocentes.
Que Dios no lo permita, muchachos, pero si alguna vez nuestro fútbol pasa a ser tema para un policial, no lo duden: ¡será pura novela negra! Con la pelota manchada y
sin huellas.